MARTA TRABA, PROFETISA DEL ARTE MODERNO

 

Octavio Hernández Jiménez

 

La mujer de negra capul y rostro ensimismado nació en Buenos Aires, el 25 de enero de 1923, aunque hay quienes dicen que en 1930. Por el fluir de su vida, para llegar a Bogotá en 1954, es más creíble que naciera en 1923.  Sus padres procedían de Galicia (España). El papá era periodista. Marta estudió Filosofía y Letras, en la Universidad Nacional de Argentina e hizo estudios de posgrado en Roma y París.

 

Fue alumna de Romero Brest y trabajó con él y Damian Dayón en la revista “Ver y Estimar” de Buenos Aires. En 1954, se trasladó a Colombia, por motivos personales. Arribó a la hora adecuada. Fue profesora de historia del arte en las universidades de América, Nacional de Colombia y de Los Andes.

 

A su llegada, Traba se dio cuenta de que, en Colombia, crecía una generación a la espera de alguien que estudiara y promoviera el arte moderno. Ella descubrió y proclamó que el nuevo arte que se estaba haciendo en Colombia era parte integrante de un arte global.

 

Lo primero que hizo fue armar un esquema de la situación. Este fue parte del diagnóstico: “Un país todavía es provincia cuando cree que las formas de la cultura son ocios inconfesables; ya está dejando de serlo cuando admite tales formas como razones de prestigio; es país cuando las defiende y se convierte en su apologista”.

 

Bernardo Salcedo captó el propósito que albergaba la argentina, en su mente, cuando dijo que Traba había llegado a Colombia a “desparroquializar” el arte, aunque los llamados “Nuevos”, habían arrancado con Marco Ospina (1912) que se habían dejado tentar por la pintura abstracta.

 

En la Televisora Nacional dirigió el programa “ABC del Arte”, fuera de sus clases, conferencias y artículos publicados en revistas y periódicos locales.  Salcedo dijo que “Su crítica fue fugaz, productiva, corta, determinante, futurista y acertada. Diez años en los que el arte colombiano tomó vuelo y alcanzó su máxima aceptación en los círculos más importantes”.

 

Marta presentó el arte como una confrontación, como un sacudimiento, luego de la ignorancia y el sopor artístico que venía desde la Colonia. Tanto la obra de los artistas colombianos de esa época, como la voz de la recién llegada, se recibieron con sospecha.

 

Fue una crítica rigurosa, drástica, sin concesiones. Empezó a ver, a escoger y a intentar, según sus propias palabras, “angustiosos y contradictorios intentos de definición”.

 

Aparecieron como si se tratara de un cenáculo alrededor suyo, sin que ellos se lo propusieran, Guillermo Widemann, Antonio Roda, Alejandro Obregón, Ramírez Villamizar, Fernando Botero, Édgar Negret, Felisa Bursztyn.

 

Estos artistas se convirtieron en los elegidos pues según ella “la generación anterior a Obregón se hundió por falta de oficio y de talento”. Ese era el tono de sus intervenciones. Pena capital. La cultura oficial le otorgó la función jamás desempeñada por alguien, de papisa de un arte plural.

 

Cada artista, de manera aislada, buscaba vincular el arte colombiano con las corrientes del arte europeo y norteamericano; no al latinoamericano que había sido la propuesta de la generación Bachué.

La cultura oficial le otorgó la función jamás desempeñada por alguien, de papisa de un arte plural. Acabada de llegar, señaló, con el dedo, a los cuatro artistas que representarían a Colombia en la Bienal de México. Claro, tenían que ser estos: Botero, Obregón, Ramírez Villamizar y Widemann.

 

Alejandro Obregón, Édgar Negret y Enrique Grau, los tres nacidos en 1920, además de Ramírez Villamizar, nacido en 1923, venían empeñados en expresar formas nuevas, desde la década de 1940 cuando Marco Ospina portaba el estandarte de la pintura geométrica en la que se observa la planeación, el uso riguroso de líneas y las sensuales ondulaciones de áreas coloreadas con intensidad.

 

Widemann fue abstracto pero en la mayor parte de sus obras no fue geométrico; su abstracción mereció el calificativo de lírica por esa gracia etérea  de pintar cuerdas o manchas sobre áreas de colores difuminados que puso de fondo. Omar Rayo sí que manejó la línea; era un maestro de los falsos dobleces producidos por franjas coloreadas y con hipotéticas sombras alrededor de los pliegues. Armando Villegas utiliza el dibujo en su dimensión barroca ahogada en vestuarios y armaduras. Grau se deleita dibujando los entornos corporales de mulatas, bañistas y manos suplicantes; Obregón utilizó   líneas de delicado pincel para trazar la silueta trágica de los Nevados, en el cuadro Violencia;  Roda con sus dibujos fúnebres que sirvieron en el proceso del Delirio de las Monjas Muertas; los grabados de Luis Ángel Rengifo sobre la violencia de los cincuenta, las siluetas remarcadas de Sonia Gutiérrez; la asociación de los objetos, con el dibujo y la pintura en la obra de Beatriz González y luego del dibujo, la pintura o el grabado en Ana Mercedes Hoyos y María de la Paz Jaramillo; el agresivo erotismo de Luis Caballero y los enigmáticos signos distribuidos en los amplios lienzos de Manuel Hernández; los dibujos retorcidos y lascivos de Leonel Góngora; todo ese bagaje esperaba que alguien conceptuara y trazara rutas para seguir o para no insistir en ellas.

 

Marta Traba lanzó a las tinieblas exteriores nombres tan prestigiosos, antes y después, como Luis Alberto Acuña, Alipio Jaramillo, Pedro Nel Gómez, Ignacio Gómez Jaramillo, Sergio Trujillo Magnenat, Augusto Rendón, Jorge Elías Triana, Augusto Rivera, Gonzalo Ariza. A unos criticó acerbamente y a otros ni siquiera los tuvo en cuenta. La lucha con palabras fue violenta.

 

Entre mediados de la década de 1950 y mediados de la década de 1960 transcurrió su mejor período. Nada semejante ocurriría en los períodos por venir. Traba no inventó el arte moderno colombiano pero sí le dio un sitio en el contexto latinoamericano.

 

Desde su arribo a Colombia se planteó la batalla. Se despertaron celos,  envidias y resquemores tan comunes en el mundillo de artistas y letrados. Como mujer inteligente, la Traba no fue terca. Sería cierto, como sostuvo ella que ¿“la modernidad en Colombia empieza con Obregón, Botero y Ramírez Villamizar”?

 

La propia crítica había exclamado: “No es lógico que los jóvenes se sometan al imperio de valores anteriores a ellos, ni siquiera que los reconozcan como tales”. También dijo: “Los jóvenes reclaman la alternativa para sus nuevas posiciones”.

 

Marta dio a la publicidad 17 libros de arte, entre ellos, los libros de ensayos “La pintura nueva en América Latina”, “El Museo vacío”, “El arte de América Latina”, 5 novelas y un libro de poesía.

 

Varias de sus obras sacudieron el ambiente cultural como “Arte en Colombia”, “La Pintura nueva en Latinoamérica”, “Los cuatro monstruos cardinales”, “En el umbral del arte moderno”, “Historia abierta del arte colombiano”,  además de “Homérica Latina”, “Conversación al Sur” en la que exclama “No soy yo la que flaquea; es mi maldito cuerpo”.

 

En 1976, Colcultura publicó un tomo con puntos de vista de Traba sobre el quehacer artístico en Colombia, entre 1961 y 1965, y otras consideraciones,  bajo el título de “Mirar en Bogotá” en donde martilla sobre “el estupendo golpe asestado a la mentalidad colombiana que sigue apoyada sobre la alegoría y la hipérbole”.

 

Puso todo el empeño para sacar adelante el Museo de Arte Moderno de Bogotá inaugurado, por ella, el 31 de octubre de 1963, hizo 60 años, en este 2023, y que sigue su marcha.

 

La escritora y novelista fue expulsada de Colombia, en 1967, cuando era presidente Carlos Lleras Restrepo, por las críticas públicas a ese gobierno al ordenar el cierre la Universidad Nacional. Residió en Montevideo, Puerto Rico y Caracas. Volvió al país en 1982 a recibir la nacionalidad colombiana.

 

Su última novela “En cualquier lugar” concluye con un viaje en un avión. Elena Ponistowska consideró esta obra como “una despedida”. La escritora mexicana sintetiza el fin de la novela de la colomboargentina con estas palabras: “El avión se mueve. Comienza un gran ruido atronador. Súbitamente ya no hay nada. Chao”.

 

Marta Traba murió, a la una de la mañana del 27 de noviembre de 1983, en un accidente de aviación, cuando regresaba a Colombia desde París, invitada al Primer Encuentro de la Cultura Hispanoamericana promovido por su amigo el presidente Belisario Betancur. Venía a reencontrarse con su segunda patria.

 

Entre otros, con ella también murieron, en ese vuelo 11 de Avianca, su segundo esposo el ensayista uruguayo Ángel Rama, el novelista peruano Manuel Scorza y el escritor Jorge Ibarguengoitia que viajaban al mismo encuentro, en Bogotá y otras ciudades del país.

 

Antes de subir al avión, en París, ese 27 de noviembre de 1983, rumbo a Colombia, expresó a un amigo su miedo a volar: “Lo único normal es estar con los pies sobre la tierra. ¿Cómo va a ser natural volar en una especie de corredor o casa con ventanas suspendidas en el aire?”. Los restos de ese avión quedaron esparcidos en Mejorana del Campo, junto al aeropuerto de Barajas (Madrid).

 

Esta mujer fue profetisa del arte colombiano y de su propio destino. Pasados 100 años desde su nacimiento (1923-2023) y 40 años después de su muerte, (1983-2023), Colombia sigue siendo su casa. Como dijo Bernardo Salcedo, en su texto “¿Dónde está la crítica?”, el mayor aporte a la cultura hecho por Marta Traba fue haber abierto las ventanas de Colombia al mundo del arte moderno.