MAUSOLEOS DE LIBROS 

 

Octavio Hernández Jiménez 

                            (2012-2022: Diez años del cierre de la Librería Palabras)  

 

En 1978, Germán Velásquez y su esposa Sofía Convers, abrieron la Librería Académica,  en Manizales, en la calle 29, entre carreras 22 y 23, frente al guadual del Parque Caldas. Los textos para bachillerato representaban el grueso de las ventas, en ese lugar. La mayor parte de lo vendido eran manuales de clase, aunque crecían los fondos de literatura universal y latinoamericana, filosofía, ciencias sociales, derecho y literatura infantil.  

 

Un año después, Germán Velásquez abrió La Librería Palabras, en un salón largo con una ventana, al fondo, sobre el paisaje sureste, en la carrera 23 con calle 23, a seis pasos del  Banco de la República, cuando la entrada no era por la esquina sino pared de por medio con una casona de bahareque de dos pisos. La librería estuvo mucho tiempo bajo la dirección de su esposa Sofía Convers, de grata recordación. La Palabras se afianzó como el mejor tertuliadero para gente leída, en donde atendían con gran deferencia a la gente de la cultura que arribaba a la capital caldense. 

 

En los años 80, por el ajetreo de empleados y visitantes, parecía que uno entrara a una de tantas librerías de la Calle Corrientes, en Buenos Aires. Un sensacional mercado de libros. Pero, con el paso de los años, a cualquier hora, empezaron a espantar en la mayoría de librerías del mundo. Por contraste, en la tarde del último día de cada mes, se veían los bares y cafés de la carrera 23 atestados de profesores y empleados que tenían con qué comprar, mínimo, una botella de aguardiente pero que, cuando alguien hablaba de lecturas se quejaban de no poder leer pues con el sueldo que ganaban no tenían con qué adquirir libros. 

 

La difusión de la televisión y la internet en computadores y celulares restaron a las librerías un número significativo de visitantes y compradores. En los años 90, el día en que pagaban a los que vivían de nómina, entraba uno a la Librería Palabras, y encontraba a los empleados desempolvando los libros de los estantes, charlando entre sí y, tal vez, uno que otro profesor o profesora que se acercaba a solicitar libros para nutrir su saber y su biblioteca personal. O los libros que, en el colegio, exigían a sus hijos.  

 

Sin embargo, fue en La Palabras en donde, al anochecer, vi a un mendigo anciano que hacía parte del panorama de la 23, cerca al Parque Caldas, de rostro quijotesco, barba blanca y un raído sombrero aguadeño sobre su cabeza, sacando del bolsillo de su raído saco, una a una, las monedas necesarias para pagar un ejemplar de la obra ‘María’ de Jorge Isaacs. Antes de descansar, ya tarde, ese mendigo hacía otra parada en el Parque Olaya, hoy Parque de Las Aguas, para comprar unas velas y alumbrar su covacha, en un potrero, por los alrededores de la Plaza de Toros, antes de ponerse a leer. 

 

En la Librería Palabras, se desvivían inquietos por continuar una tradición que hizo famosa a Manizales; en una época, más que meridiano cultural, la ciudad y muchos pueblos fueron epicentros de la lectura, por las enormes y selectas bibliotecas institucionales y particulares que proporcionaron disfrute a sus lectores. Fue cuando Alzate Avendaño definió la lectura como “un vicio solitario”. La Editorial Zapata y las librerías Atalaya y Mi Libro, a mediados del siglo XX, fueron lugares apetecidos por los amantes del vicio clandestino de la lectura. Las bibliotecas particulares y las de varios seminarios de comunidades religiosas fueron a parar a ventas de libros raros, en Bogotá. En la capital de Caldas abundaron las joyas bibliográficas que, en la mengua de la lectura, fueron acaparados por mercaderes capitalinos y emigraron para siempre sin que, por la imaginación de los herederos, pasara el gesto de filantropía de donarlos a la biblioteca de alguna universidad. Las colecciones bibliográficas, en el viejo mundo y en otros países, son objetos de altos estudios e indicativos de prestigio. 

 

En la Librería Palabras tuve el privilegio de ser atendido por un auténtico librero o guía de libros.  Un librero no es lo mismo que un vendedor de libros. Una tarde de junio de 1993, llegué y no estaba el librero Jorge Meléndez, que tenía grabado en su memoria lo que cada cliente gustaba y buscaba; cuando llegaba surtido nuevo de libros sabía a quién guardaba ciertas obras. Me atendió un vendedor nuevo. Me detuve a hojear la revista Gaceta de Colcultura, y al encontrar una antología del poeta Rogelio Echavarría, me detuve en el poema “¿Dónde estará mi muerte?”, y lo leí de tal manera que lo pudiera escuchar el vendedor: “Dónde estará mi muerte? ¿En qué extraviada tisis nocturna, esquina o lecho estéril? ¿En qué dolor, en qué ciego analgésico? ¿Curador sin licencia o falcultado, médico, anestesista o enfermera, la dosis o el remedio equivocado? ¿Quién la conducirá sin darse cuenta, en mi ignorancia y su timón confiado? ¡Qué piloto sin pilas, qué auto loco tendrá en su derrota mi destino? ¿En qué espina sin pez, en qué espinaca, en qué escopolamina o estocada, en la fiesta de quién o aniversario? En solitaria trampa o complicidio, en manos de un amigo o del sicario? ¿O será que me espera en el suicidio?” Al concluir, le dije: - ¿Qué tal? Y, el vendedor de libros comentó en forma displicente: - ¡Pura muerte ventiada! Dio la espalda y se marchó a continuar la charla con otros vendedores.   

 

En agosto de 2009, la Librería Palabras cumplió 31 años de funcionamiento. Esta temporada coincidió con la crisis aguda debido a la falta de compradores de libros y, como si fuera poco, murió Sofía Convers, en el verano de su existencia.  

 

Germán Velásquez trasladó la Librería Palabras, en 2010, a un cómodo espacio, por la calle 24 entre carreras 23 y 24, frente al parqueadero contiguo al Banco de la República.  El propietario convirtió la proverbial librería en sociedad anónima pero ni así pudo sostenerse aunque atendieran a los que entraban con humeante tinto o capuchino. Velásquez devolvió los libros de fondos editoriales, y acomodó los que quedaron en otro espacio más reducido, del tamaño de un almacén de blusas y medias, en la Avenida Santander, casi al frente del Batallón Ayacucho. En marzo de 2012, la Librería Palabras enmudeció del todo. 

 

Antes de concluir el siglo XX, Augusto León Restrepo tuvo la osadía de montar una librería a la que bautizó Mafalda, en el Multicentro Estrella pero, como el mismo lo dijo: “tuve que vender los libros a pérdida para pagar el arriendo”.  

 

A principios de 2011, cerró sus puertas la novísima Librería Letra 2, de Felipe Hoyos Korbel. Estaba muy bien ubicada en la Avenida Santander, en una casona estilo inglés, de dos pisos, por la avenida, con obras de arte como decoración pero en donde no vendían lo suficiente para pagar un arriendo costoso, las facturas de servicios y a los empleados que atendían a los esporádicos clientes.  

 

Por los lados de las universidades de la ciudad, en vez de librerías, daba más resultados económicos las máquinas fotocopiadoras, las ventas de empanadas, de cerveza o un casino de juegos electrónicos. Después, decayeron las fotocopiadoras cuando llegó el auge de internet para consultar ya fuera por el computador o el teléfono celular.   

 

El mundo asistía a un nuevo fenómeno cultural. A la crisis del papel impreso sucedió el auge de las ediciones piratas, las ventas de libros de segunda, las fotocopiadoras, la masificación de los computadores, del internet y los celulares, la avalancha de textos virtuales y la mengua en el número de lectores de obras literarias. Según estadísticas internacionales, Colombia contaba con un miserable índice de 1,5 libros leídos, por persona, en un año, mientras en Argentina leían 6,3 libros y en Alemania, 11. En las mañanas de un 25 de diciembre y un 1 de enero, en Buenos Aires, en pleno verano, los turistas se sorprendían al ver librerías abiertas y, dentro de ellas, filas para pagar los libros que mucha gente joven apetecía leer en vacaciones. 

 

En el 2015, publicaron una encuesta que desanimó a más de uno. “Aunque Manizales quiere convertirse en una ciudad del conocimiento, tiene un índice muy bajo de lectura de libros: 0,9 por año. Solo Valledupar y Cartagena se encuentran por debajo. Ibagué y Pereira lideran la encuesta en materia de lectura. La misma tendencia se percibe en la asistencia a actividades culturales donde Ibagué lleva la delantera y Manizales aparece rezagada en casi todas las opciones culturales salvo en la asistencia a teatro y a la Feria de enero” (María Carolina Giraldo V., 2015).  

 

Colombia ascendió, en los años 2020 y 2021, en porcentaje de lectura de 1,5% a 3,2%. Leer se convirtió en una actividad favorita, en tiempo de pandemia, y se multiplicaron las lecturas de obras, por internet. Que no sean libros en papel pero que se lea. La lectura sigue siendo una maravillosa esperanza para el mundo. 

 

 

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