NUEVA COCINA COLOMBIANA

 

 

                                                           Octavio Hernández Jiménez *

 

Los campos de la actividad humana se someten a una evolución constante como sucede con la gastronomía ancestral que se ha ido adaptando a los tiempos modernos.

 

De esta forma, en Filadelfia (Caldas), en tiempo de la Segunda Guerra Mundial, sustituyeron la harina de trigo que era difícil de conseguir pues hasta esta época había llegado de Europa, por harina de yuca que abundaba en las laderas que rodeaban la población.

 

Así, evitaron quedarse sin la parva que servía de motor muscular a los varones que descuajaban selvas, aserraban, transportaban bloques de madera y levantaban caserones para familias que luego rebasarían los pegujales en que crecieron.

 

Por la misma época, la fécula  que se obtenía después de remojar el maíz, se remplazó por la maizena (con la antiortográfica Z) que venía de la fábrica en Armenia, en las cajitas amarillas que luego de desocuparlas servían para elaborar casitas del pesebre decembrino.

 

La fritanga, que se consigue en toda Colombia, causaba horror entre muchas personas  que la consideraban monumento a la grasa, al colesterol y a una tosca presentación. (No digamos que al mal gusto porque sabe deliciosa). La grasa chorreaba de los chicharrones que servían a la comida.

 

Los chicharrones no eran tan crocantes como cuando empezaron a fritarlos después de cocinarlos. De igual forma cocinan, primero, los desperdicios del cerdo, las costillas partidas, la chunchulla, el chorizo y el chicharrón.

 

Las carnes mencionadas, después de cocinarlas, las meten al horno. Así pierden buena cantidad de grasa original y los que siguen una dieta las disfrutan con mayor tranquilidad.

 

Se trataría de una fritanga dietética si no fuera porque al servirla, le añaden  porciones de morcilla, patacones y papitas criollas fritas. “Todo seco, conserva el sabor original” comenta la propietaria de un restaurante de caché en donde se pide este manjar como si se tratara de “la más cara de las langostas o la más fina de las carnes argentinas” (Revista Carrusel, 2008). No puede faltar la arepa y unas rodajas de limón para ‘cortar’ la grasa que le quede a lo servido.

 

El cuy equivale a la gallina casera de los nariñenses. Una especie de conejo pequeño aunque personas zalameras lo comparen con una rata grande. Las mujeres se encargan de cuidarlos tanto que en ciertos hogares los dejan dormir en las camas. Durante la dieta, se les da el caldo a las mujeres que han dado a luz, como se hacía en la zona paisa con las mujeres recién paridas a quienes les mataban cuarenta gallinas para la temporada que pasaban en la cama.

 

Con cuyes se festejan  bautismos,  matrimonios y visitas especiales. Se asan en  fogón de carbón, sin quitarles las cabezas y las patas. Sabe a conejo con sazón de grasa de cerdo.

 

El chef Sabas Pretelt (sobrino del político y diplomático) emprendió la campaña para elevar de categoría el consumo del cuy e internacionalizarlo. Partió por quitarle la cabeza y las patas al prepararlo y servirlo porque, para la gente que no está acostumbrada a su consumo, la impresión es demasiado fuerte ver al animalito asado y ensartado en un palo. “Es un animal muy lindo cuando está vivo y muy feo cuando está muerto”.

 

El programa emprendido, (con el apoyo de Áreas de Desarrollo Alternativo Municipal), parte por matar al animalejo de una forma distinta a darle un garrotazo o ahogarlo. Luego, se busca prepararlo de distintas maneras a la tradicional. Se experimenta con otras técnicas de cocción, combinación de ingredientes y nuevos cortes de carne. 

 

En Perú lo rellenan con papa y carne. En Colombia se busca adaptar la carne del cuy a recetas cotidianas como el ajiaco o las empanadas. Sabas complementa: “Hice con la carne del cuy un tapado, plato típico del Chocó que se prepara con plátano verde. Lo mezclé con coco y un poco de tamarindo. Además inventé una posta negra de cuy con arroz y plátano”.

 

Para la posta negra se escogen costillas de cuy de acuerdo con el número de comensales. Se pica bien cebolla roja con el ajo y luego se ponen a dorar en un sartén. Se le incorpora salsa negra y se agrega un poco de agua hasta que se logre una salsa espesa. Se le agrega un pedazo de panela y, aparte, se saltea el cuy con sal y pimienta. Se le incorpora la salsa. Cuando se sirve a la mesa se acompaña con arroz con coco, aguacate y patacones de plátano verde (El Tiempo).

 

Con el auge de la cocina regional, la imaginación creadora se ha puesto al servicio de la presentación de los platos que, por años, hemos consumido, sin muchas pretensiones, en el seno de nuestros hogares.

 

Esos platos que han servido en el Hotel Mama  pueden vestirse de gala, como lo han logrado los mexicanos con su gastronomía típica que cuando la sirven, en medio de orgullo y alegría, utilizan muchos platos y, a veces, tantas y vistosas flores naturales que hay platos parecidos a un altar.

 

En la novela “Como Agua para Chocolate”, de Laura Esquivel (1993), para preparar Codornices en pétalos de rosas, se requieren 12 rosas de preferencia rojas, dos gotas de esencia de rosas, dos cucharadas de anís, dos cucharadas de miel, fuera de 6 codornices y otros ingredientes. Esta clase de comidas se difundieron por influjo de las cortes virreinales.

 

Pero utilizar flores no es idea original de los manitos. Deleitemos la imaginación mencionando el menú que, en una ocasión, varios siglos antes, la Reina Isabel la Católica ofreció a sus invitados a una cena: pechugas de pollas en leche de almendras, agua de rosas y azúcar, potajes de calamares y jibias, gigote de carnero con tocino de cerdo, jengibre y azafrán. De postre, arroz con azúcar y almojábanas de los mozárabes.

 

Durante la colonia, en la Nueva Granada, actual república de Colombia, fue muy apetecido un plato de arroz llamado “bienmesabe” consistente en pollo molido revuelto con arroz, con agua de rosas y azúcar, envuelto en masa de maíz. En cuanto al arroz y la masa de maíz se asemejaba en parte al tamal caldense.

 

En Ibagué, un chef desvistió al tamal tolimense de su envoltorio montañero de hoja de plátano para envolver el guiso en una delgada capa de masa de harina de trigo que, luego,  puso a dorar. Con un pincel untó previamente clara de huevo por encima para que quedara brillando como un croissant. Finalmente, lo colocó en un plato con otros ingredientes, como el insulso o  arepa y la lechuga,  en forma sofisticada, acompañado de relucientes cubiertos de plata, para partir el contenido, por trozos, antes de que los comensales lo llevaran a la boca. Igual hizo con la lechona tolimense, vistiéndola de gala para  que pudiera entrar a comedores cinco estrellas.

 

Las abuelas, en el Bajo Occidente de Caldas, preparaban, en  vísperas de  fiestas familiares, olladas de hojuelas elaboradas con harina de trigo amasada con jugo de naranja, mantequilla de vaca, sal, azúcar, aceite y mucha dosis de amor. 

 

En el país se ha despertado un enorme interés  por la “nueva cocina colombiana” que busca, antes que todo, afianzar la identidad regional y nacional.

 

Después de la segunda convocatoria al Concurso “Quindío, Sabor y Café”, (2007), comentaba Kendon Macdonald  en un texto llamado “Un departamento pequeño con pasos de animal grande” que,  lo más importante fue “la diferencia del discurso de ese año con el del año anterior que era algo así como ‘somos paisas’. En 2007, el pregón fue ‘somos quindianos’ El departamento estaba descubriendo una identidad a través de su gastronomía”.

 

Si aceptamos que la gastronomía comunica identidad, pensemos que esa identidad se puede engalanar dándole preparación y presentación tipo gourmet a platos que se presentaban, hasta hace poco, en forma tosca y primitiva. La identidad auténtica, evoluciona. Anquilosarnos en fórmulas arcaicas  es quedarnos como miembros periféricos, marginales y nominales de nuestra identidad cultural.

 

El chef Sergio Javier González, del Hotel Tequendama de Bogotá, puso en consideración de los expertos una bandeja paisa, en la siguiente forma: un plato redondo, blanco,  (ya no la pesada y larga bandeja) y en el centro de él un anillo grande de chicharrón, de más de diez vagones, parado en una porción pequeña de arroz. A un lado tres grupitos de a cuatro granos de fríjol (12 granos en total), nadando en su propio caldo, un huevo de codorniz sobre un pedazo reducido de carne frita, dos brochetas, una con un pedazo pequeño de chorizo y otra con un pedazo igual de morcilla. Dentro del mismo plato, a un lado, una copa alta con  espuma de aguacate acompañada de una cuchara larga. Una bandeja paisa descongestionada sin la truculencia de la presentación tradicional.

 

La explicación que daba a la renovada presentación de este plato era que,  “En Europa con dos ingredientes hacen 50 cosas, en cambio nosotros, con 50 ingredientes hacemos dos platos”.

 

En el Concurso de chefs Tabla Redonda de Alpina (2007), William López, chef del Hotel Chicamocha de Bucaramanga, triunfó con  capón de cabrito en salsa de hormigas culonas. Esa salsa tiene un complicado procedimiento. En cuanto a materiales esta es una lista parcial de los utilizados para la salsa: 1 cerveza, 10 gramos de cominos, 15 gramos de paprika, 10 gramos de salsapimienta, 10 gramos de perejil, 10 gramos de pimentón, 10 gramos de cebolla junca, 10 gramos de ajo, 10 gramos de apio en rama, 10 gramos de cilantro. El capón del cabro lleva queso azul, nueces molidas, albahaca, albaricoque deshidratado, yemas de huevo, papa amarilla, queso crema para untar, mango tomy, cebollón y jugo de limón.  

 

En el año 2006, Daniel Avellaneda, en el área de plato fuerte, había ganado con unas alas rellenas con crocante de habas en salsa de borojó. En la preparación de la salsa  el chef Avellaneda utilizó: borojó, vino tinto, azúcar, vinagre balsámico y mantequilla. 

 

Daniel Fuentes, otro cocinero colombiano, experto en nuevos sabores con base en grillos, hormigas, cucarrones, lombrices y larvas, presentó, en una importante cadena hotelera, “el espumoso de arracacha y hormigas santandereanas”. Para obtener el espumoso cocinó la arracacha con sal y ajo, en caldo de pollo. Luego, lo licuó con la mitad de las hormigas, pimienta y sal. Colocó esto en una copa resistente al calor, le puso encima clara de huevo a la nieve, doró al horno y adornó con hormigas enteras.

 

Los anteriores ejemplos ilustran la tesis de que hay platos o elementos de la cocina tradicional colombiana que se están convirtiendo, por gracia de las nuevas corrientes de la gastronomía, en obras de arte adecuadas  para   noveleros o  paladares exquisitos; materia prima para  olfatos refinados y una visión educada  para  composiciones sorpresivas. Claro que no todo sale como  obra de arte. “Hay un borde entre el plato genial y el mamarracho. La autocrítica es el límite” (Alejandro Digilio).

Fotos tomadas de internet