OBRA TEMPRANA DE NEGRET

 

Octavio Hernández Jiménez *

 

A veces, el fallecimiento de un allegado, es la oportunidad para sumergirme en la Epístola Mortal de Eduardo Carranza con quien repito: “Miro un retrato: todos están muertos:/ poetas que adoró mi adolescencia./ Ojeo un álbum familiar y pasan/ trajes y sombras y perfumes muertos”.

 

En esta ocasión observo, una vez más, aquellos retratos en blanco y negro que Hernán Díaz captó de ese formidable grupo de artistas plásticos que dio lustre a Colombia, a mediados del siglo XX, y del que no quedan más que dos o tres supervivientes.

 

Aparecen: Eduardo Ramírez Villamizar, Édgar Negret, Fernando Botero, Alejandro Obregón; en uno David Manzur, en otro Armando Villegas y, en los más desconocidos, Guillermo Widemann, Leopoldo Ritcher o Juan Antonio Roda. Sobre esos retratos aletea el ánima de vistosa capul de Marta Traba.

 

No tengo aliento para repetir la fea costumbre de mi abuela que, cuando moría algún miembro de la familia, tomaba la fotografía general y, con un lápiz, iba marcando una cruz sobre el que partía. La foto se convirtió en un cementerio.

 

Y se pone uno a divagar sobre lo que fue la vida y la obra de cada uno de esos artistas. A veces las cosas han marchado al derecho, como en los casos de Ramírez Villamizar, Fernando Botero, Alejandro Obregón, Édgar Negret, en quienes se puede seguir una secuencia lógica, en sus respectivos trabajos creativos, de acuerdo con los lineamientos de nuestra formación cultural. Primero se enfrentaron con lo figurativo y realista para luego pasar a lo abstracto, como también lo hizo Picasso.

 

Esa aparente lógica la quebrantaron Armando Villegas y David Manzur que, si fueron seleccionados para perpetuarse en las fotografías de Hernán Díaz, fue por la bendición de Marta Traba, debido a sus respectivos trabajos, de finales de los cincuenta y comienzos de los sesenta, cuando hicieron enormes construcciones con nailon, collages, encáusticos sobre madera y regias composiciones como aparentes eclipses de luna o nacimiento de meteoritos.

 

El caldense se perfilaba como una gloria mayúscula del arte moderno en Colombia pero, por desdicha, para Marta Traba y sus monaguillos, apostató de la herejía y se convirtió, como en cierto retroceso, al realismo y surrealismo.

 

El 12 de octubre de 2012, Édgar Negret, un planeta mayor en aquellas fotos, abandonó la vida. “Cae el diluvio universal del tiempo”. Su obra en metal ha sido justamente elogiada en el mundo entero pero su obra inicial, realista, en yeso o concreto, es desconocida o menospreciada, sin serios motivos.

 

Después de nacer (1920) y estudiar sus primeros años, en Popayán, se fue a estudiar artes plásticas en Cali y de ese período quedan varias obras que han sido consideradas como prehistoria, en la biografía del artista, pero que vale la pena rescatar. No se trata de algo distinto a lo que vino después; son facetas de un mismo espíritu, de una misma energía, de un proceso continuo.


Las obras realistas y abstractas, en el artista payanés, tienen estimulantes configuraciones, relaciones internas entre las partes y mucho orden. Nada es arbitrario en sus creaciones volumétricas. Unos encontrarán orden en donde otros perciben caos.

 

Según Martin Schuster, “Si un observador, desde el primer momento, no consigue encontrar una relación de orden, el objeto no tendrá efecto estético alguno”. Ese orden, en la obra de Negret, no es demasiado complejo ni demasiado sencillo y, siguiendo al autor de la Psicología del Arte, en las obras consideradas se dan efectos estéticos pues se prestan para la elaboración de signos y super signos.

 

Los primeros ejercicios como artista se explican como un puente entre el mundo puramente objetual y el subjetivo representado en su familia que compartía las charreteras y los blasones payaneses con la sangre indígena de la que se preciaba; su casa solariega de amplios corredores y alcobas, patio florecido y una irrenunciable religiosidad. El arte figurativo como prolongación de sus juegos infantiles. El arte sigue siendo un juego.

 

Cuando Negret tenía 20 años y estudiaba en Cali, como ejercicios académicos inspirados en Rodin y el impresionismo, elaboró varias obras en que representa cuerpos masculinos o fragmentos, elaboradas en yeso y que el artista conservó en su colección personal, durante su vida.

 

Se trata de obras pedestres y sedentes, algunas con los brazos cruzados y otras que representan torsos, sin brazos o cabezas como aquellas estatuas que conserva el Museo Británico, fruto del saqueo a las ruinas clásicas. La luz hace resaltar la piel de la musculatura en las representaciones corporales.

 

La Cabeza de Valencia (1944) es una de las mejores obras del período figurativo de Negret. Se trata de un homenaje al poeta, humanista, político, paisano y amigo suyo, que conservó el artista en su colección particular y de la que donó una copia a la Universidad del Cauca. Por admiración, Valencia, muerto en 1943, fue elevado a una categoría heroica.

 

Se intuye, más que un interés artístico, la pasión con la que modeló esta figura “maciza y sólida, visualmente impenetrable y distinguida por su afán de simplificación”, según el crítico Galaor Carbonell.

 

En 1945, Édgar Negret presentó al Salón de Artistas Nacionales una Virgen que se conserva en Cúcuta y que, para el escultor vasco Jorge Oteiza, expresaba ciertas relaciones con la estatuaria monolítica de San Agustín.

 

En este mismo año empezó a esculpir homenajes a poetas como Walt Whitman, Gabriela Mistral y Porfirio Barba Jacob. Barba había muerto en 1942 y Gabriela Mistral recibía, en ese 1945, el Premio Nobel de Literatura. A la larga, las obras de arte se convierten en homenajes a lo que evocan o sugieren.

 

Oteiza, que apareció en Popayán proveniente de la Argentina, fue uno de los más decididos defensores de las obras de Negret correspondientes a su período inicial como artista.

 

Defendió los valores artísticos de la Cabeza de Valencia como también la Cabeza de San Juan Bautista, una de las obras más celebradas de Negret en el período de Popayán y Cali. Es enigmática como una máscara. En ella, el escultor se aventura a resaltar el vacío en las cuencas profundas de los ojos. Esa atracción por el vacío acompañará al artista en los posteriores períodos de su obra abstracta.

 

Por ese tiempo, tal vez debido a las recientes y bárbaras guerras civiles que azotaron el país, las cabezas desmembradas constituían una fijación en los artistas. “Un río de espadas y banderas/ llevadas por las manos de los muertos”.

 

Los sonetos Las Dos Cabezas, de Guillermo Valencia y la estupenda cabeza, en madera oscura, tallada por Santiago Martínez Delgado y que se conserva en el Museo Nacional, fuera de la aludida Cabeza del Bautista, realizada por Negret, son un mostrario de ese sentimiento trágico que ha embargado, sin descanso, a la sociedad colombiana debido a las sucesivas violencias.

 

La Cabeza del Bautista está fechada en 1946; fue elaborada en yeso y luego vaciada en bronce para una colección norteamericana. El escultor viajó a Estados Unidos al finalizar la década de los cuarenta y continuó a Palma de Mallorca, en donde descubrió la obra de Gaudí de la que incorporó ciertos valores a su escultura. Se va diluyendo la figura pero aparece el ensamblaje.

 

Una obra representativa de ese período fue el “Rostro de Cristo”, en el que sugiere una cabeza, hecha en metal, sobre madera, que tiene enredado un sartal de alambres a manera de barba y corona de espinas.

 

Quedan atrás los retratos pero continúan los homenajes, producto de sus nostalgias lejanas, como la Ascensión, las Anunciaciones, San Sebastián y El Ángel.

 

Con las obras Vaso con una flor, Homenaje a Nueva York, Homenaje a Gaudí, empieza a esfumarse, en buena parte, su fijación religiosa y por ahí derecho el figurativismo de la primera temporada.

 

Es el momento en que Édgar Negret ingresa en el parnaso del Arte Contemporáneo, alto espacio y largo tiempo en el que sorprenderá al mundo de la cultura con sus diseños simétricos, espirales, módulos, direccionales, tornillos y vivos colores que se volvieron su marca.

 

El colombiano, nuevamente en Nueva York y luego en Bogotá, continuará con sus saudades en los títulos escogidos para sus obras: Escalera, Puente, Acoplamiento, Dinamismo, Sol, Machu Picchu, Cóndor, Cascada, Navegante, Templo, Columna, Cabo Kennedy con la que ganó el primer premio en el Salón Nacional de Artistas 1967.

 

A mucho honor, expresó la exquisita poesía encerrada en la Conquista Espacial. Obras de su período clásico sugieren el itinerario del viaje del hombre a la Luna, en la década de los sesenta. Naves en reposo o circulando sin viento.

 

Partió de sueños parroquiales para lograr expresar, como renovados homenajes, la mitología moderna y sus fetiches mágicos.  

 

Una obra tan gloriosa como la de Édgar Negret impide que, en los posteriores días a su fallecimiento, tengamos que repetir con Carranza: “Todo cae, se esfuma, se despide/ y yo mismo me estoy diciendo Adiós”.