PARTOS A LA ANTIGUA

 

Octavio Hernández Jiménez

 

Entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, en caseríos lejanos o en pueblos pequeños, no existían  hospitales,   médicos graduados en universidades aprobadas, ni  el instrumental utilizado con posterioridad en los trajines de un parto.

 

Se trataba de un parto natural, atendido con procedimientos milenarios dentro de la cultura occidental o de procedencia europea, superado en el siglo XVII, con el auge de la ciencia médica.

 

El parto natural es más integral pues ocurre en la propia cama de la madre, en el mismo cuarto, en la misma casa en que vive, rodeados de miembros de la familia que tomaban parte, al mando de la comadrona, de los menesteres que hubiera que hacer, como ir y venir o  calentar el agua y echarle hierbas que buscaban provechosos efectos y desinfectar con alcohol encendido las herramientas para el parto.

 

En ese entonces no pensaban en el traslado a un hospital porque eran conscientes que la parturienta no era una enferma.  Todo ocurría en un ambiente familiar, muy personalizado, en medio de las mujeres más entrañables a los padres como abuelas y tías.   

 

Se trataba de un ritual bíblico. Por los corredores corrían con poncheras desinfectadas, agua hervida con ciertas yerbas como la “mata de la Virgen”, algodones, toallas, talcos, lociones, ajuar nuevo para el bebé, atenciones para el padre, orgullosamente dedicado a la espera, con 40 gallinas gordas que esperaban en el corral para alimentar, con una piquisucia,  cada día, a la endietada y al padre del recién nacido. Gallina matada, gallina comida pues no había nevera para refrigerar la carne.

 

Cuando empezaban los síntomas del parto, conducían los niños mayores a casa de los abuelos o tíos en donde los entretenían mientras nacía el hermano menor: “Recuerdo… Éramos cinco… Después una mañana,/ un médico muy serio vino de la ciudad;/ hizo cerrar la alcoba de Tonia y la ventana…/ Nosotros indagamos con insistencia vana,/ y nos hicieron alejar.// Tornamos a la tarde, cargados de racimos,/ de piñuelas maduras, de gajos de azahar./ La granja estaba llena de arrullos y de mimos:/ ¡y éramos seis! ¡Había nacido Jaime ya!” (Porfirio Barba Jacob).

 

El recién nacido llegaba al mundo rodeado de personas que lo querían y se desvivían en atenciones. Ojalá que ese cariño durara. Por nacer en la propia casa se evitaba el cambiazo que ocurre, actualmente y con  frecuencia, en los concurridos centros asistenciales.

 

Antonia Cano, “la Negra Antonia”, fue la primera partera que tuvo San José de Caldas.  Luego, llegó El Zambo, Manuel Suárez y detrás su hija Carmelita, La Zamba. El Zambo Manuel era el partero que contaba con mayor clientela, sobre todo del campo. Según Inesita Cárdenas, quien había ido desde Manizales a vivir en San José pues a su papá, don Serafín, lo habían nombrado como estanquero (expendedor de licores oficiales), el Zambo “era un trozo de negro, alto, fornido, enmantecado y cochino”. Mandó a fabricar una cama en madera para atender los partos de las que traían del campo; era tan fuerte, que antes de pagarle a Juvenal Jiménez el valor de su trabajo, puso a cuatro tipos enormes a que se dieran puños encima de la cama para comprobar que resistiría el trajín de un parto sin anestesia. La cama permaneció incólume. Inmediatamente, El Zambo pagó a Juvenal el indestructible mueble.

 

Posteriormente, asentó sus reales don Pipe Duque, proveniente de Apía, llamado, en mi familia “el médico de nosotros”. Atendía, en forma eficiente, señoras de parto y niños. Nos cortó el ombligo a mí que fui el mayor, luego a Tito Fabio, Heber Jaime, Francisco Javier y Cecilia del Socorro. A los tres últimos de mis hermanos, (Samuel, Ángela Rosa y Daniel Alberto, fuera de una novedad de mi madre), les tocó con Joseje y Óscar Muñoz.  Pipe Duque tuvo tantos hijos que su esposa se gloriaba en decir con todo desparpajo: “Para mí, tener un hijo es como poner un bollo”. Pipe se fue a vivir a Pereira, a finales de la década de 1940.

 

Noelva Clavijo, la madre de Rosario, Alberto, Gilberto, Adulfa,  María Isabel,  Noelva, Álvaro, Martha,  Mercedes, sacerdote Luis Fernando, Olga Lucía, Javier y Enrique Clavijo C., se hizo a la fama de excelente partera. Increíble que, al morir ella, en 2008, en San José no quedara una partera empírica de tanta confianza para hacerse presente en situaciones inesperadas.

 

A partir de 1955, llegada la hora de un nuevo retoño, tanto del pueblo como del campo, empezaron a acudir al Puesto de Salud del Comité de Cafeteros de Caldas y, desde 1998, al Hospital San José, de tercer nivel. Una enfermera que hizo historia fue doña Pubenza Gaviria de Severino; una señora y una maestra en el arte de la enfermería.

 

El parto estaba revestido de un ceremonial especialmente íntimo para cada familia pero también de tremendos riesgos.

 

En la cultura occidental, desde tiempos inmemoriales, se han entonado canciones de cuna  de F. Mendelsshon, J. Brahms y otros compositores, como aquella que en español cantamos tantas veces: “Buenas noches, mi bien,/ entre flores descansas,/ duerme niño feliz/ que vigila mi amor…”.

 

Si en casa había una empleada llegada del Chocó, ella demostraba sus destrezas para cantar poéticos arrurúes cuando empezaba el trajín que precedía a un alumbramiento y cuando se dedicaba a mecer la cuna del niño dormido. Ritmos como el que el cubano Nicolás Guillén atrapó en el río Magdalena: “El boga, boga/ sentado,/ boga.// El boga, boga/ callado,/ boga.// El boga, boga/ cansado,/ boga…”, o aquel poemita que todos seguían con las palmas de las manos: “Sapito y Sapan/ son dos muchachitos/ de buen corazón./El uno bonito,/ el otro, león;/ el uno, callado,/ el otro, gritón;/ y están con nosotros/ en esta ocasión/ comiendo arroz blanco,/ casabe y lechón”.   Canciones que acompañaban nacimientos y disminuían la tensión de los presentes. 

 

El recién nacido se movía, lloraba y con las manitas buscaba el origen de la voz. Los primeros intentos de identificación del mundo no eran luminosos pues faltaban varios días para poder abrir los ojos. Un niño abría los ojos, tres o cuatro días después de su nacimiento. Los allegados comentaban, en la calle: ¡Ya abrió los ojos!, y todos se alegraban. 

 

El primer contacto con el mundo era auditivo como sucede con otras especies animales. La placenta no se echaba en la basura como lo hacen con los desechos hospitalarios, años después, sino que se enterraba al lado de un bello árbol.

 

Como sí es posible bañarse varias veces en las mismas aguas de un río, aunque el filósofo griego creyese lo contrario,  se están divulgando  antiquísimas costumbres hindúes que, en el siglo XXI, tratan de imponer como una novedad. Vuelven a predicar como un descubrimiento muy sofisticado el parto natural que los colombianos  desechamos hace años dizque por primitivo. El canto carnático ha venido a sustituir los cantos y saberes ancestrales de nuestros abuelos que transformaban el dolor en una experiencia amorosa y placentera.

 

Después del parto, le quedaban a la madre 40 días ‘de dieta’, o sea el período en que se acostaba, noche y día, en la penumbra, a amamantar a su hijo, comer gallina y tomar chocolate con queso y galletas de soda Noel de esas que le mandaban las comadres.

 

La alcoba permanecía a oscuras pues no se podía abrir ventanas para que la mujer no fuera a ventearse. Por el mismo motivo se tapaban con trapos los rotos y resquicios de las puertas. La madre no podía ni salir al excusado o sanitario de hueco, en el jardín, pues podía infectarse. Para que no se infectara de virus o bacterias, utilizaba una bacinilla a la que, antes de usarla, prendían fuego dentro de ella valiéndose de una ráfaga de alcohol.


La recién parida se mantenía con un pañuelo grande, en la cabeza, impregnado de Agua Florida, Agua de Murray o Alhucema, para evitar dolores de cabeza.   Al bebé le ponían una faja en el ombligo para que no se fuera a herniar cuando llorara. Lo envolvían con cobijitas, en forma apretada para que no creciera con las patas garetas, aunque quedaba idéntico a un tabaco o un capullo de gusano de seda.

 

Las madres y mujeres que, en cada uno de los hogares caldenses, tenían que administrar y hacer rendir la comida para la numerosa familia, asignaban previamente las presas de las gallinas de turno, engordadas con maíz,  sobraditos y, de pronto, plátano picado, fuera de que salían a picotear en el prado para completar su alimentación con lombrices de tierra, grillos y otros bichos.


Para  el jefe del hogar o el cura que llegaba de visita, la rabadilla en la que lucía la opulenta huevera; para otros de los mayores,  muslos, contramuslos y alas.

 

En la vida cotidiana, las mamás, casi siempre y para que alcanzaran las demás piezas del animal para la prole, reservaban para ellas una de las patas. Al bobo de los  mandados, le daban la monstruosa cabeza (cocorota). Esto hacía parte del plan de ahorro familiar pues siempre se tenía en cuenta que la economía de un hogar empieza por la cocina.

 

Por única vez en sus vidas de amas de casa, a las madres que estaban de dieta las agasajaban con la pechuga aparentemente insípida,  desmechada en el caldo con arepa de maíz. Pero el caldo de una recién parida no era simple agua con sal. Tenía su misterio. Se echaba la presa de la madre, en la olla, al mismo tiempo que un trozo de lomo de res y, antes de servirla se condimentaba, fuera de la arepa desmenuzada, con mucho comino.  

 

Al otro día del parto, enviaban a los niños de la casa a que fueran donde las familias más allegadas, tocaran la puerta, saludaran y, en forma protocolaria “ofrecieran” el niño o niña que había llegado al hogar. La fórmula era tan sencilla como esta: “Buenos días. Que mi papá y mi mamá les mandan ofrecer un bello niño que nació ayer, a las seis de la tarde”. Las amistades  expresaban su gozo, mandaban saludes y que en cualquier momento pasarían a saludarlos. De ahí se desprendía el envío de algún regalo para el recién nacido y cosas tan curiosas como una libra de chocolate Lúker y un tarro de galletas Noel para la comadre.

 

El bautismo se fijaba para los días siguientes al nacimiento para evitar que, de pronto, el niño muriera sin haber recibido las aguas sacramentales. Por falta de recursos médicos fallecían muchos recién nacidos. Si llegaba a morir sin bautizar, el alma del bebé no iría como un angelito al cielo sino a un sitio oscuro y amorfo llamado limbo.

 

El ajuar del bautizado constaba de una bata blanca de seda que cubría hasta los pies, unos guantecitos y una gorra también de seda, con delicados tejidos. El bebé iba sobre un cojín blanco y, si hacía mucho sol, sacaban una sombrilla de tul blanco de flores bordadas. Para llevarlo al templo, escogían una adolescente de la familia  bellamente ataviada, rodeadada por los hermanitos y los primitos; detrás, los padrinos y demás miembros de la familia. En muchos hogares, el vestido de bautismo servía para todos los hijos. Con el mismo ajuar nos bautizaron, en mi familia, a 8 hermanos y, pasada la vida, aún se conserva en uso de buen retiro.

 

Para seleccionar el nombre del recién nacido tenían en cuenta, generalmente, los nombres de más tradición entre  los mayores de la familia.  Dada la premura del bautismo casi nunca había tiempo para preparar rumbas con ese motivo.

 

Cuando concluía la dieta, el marido y madre de la criatura habían engordado igual que otros allegados, dado que en esta situación se cumplía aquello de que, el aliviado come al lado del enfermo. La dieta eran las únicas vacaciones que tenían las madres.

 

En el día 40 de la dieta, la parturienta no se podía levantar ni hacer oficio alguno pues podía traerle consecuencias funestas como seguir padeciendo de dolores de cabeza o hinchazón de los pies. Contrataban una comadrona de confianza que, ese día 40, llegaba preparada para realizar, con la madre, la ceremonia de los sahumerios. El marido había comprado un bulto de hierbas aromáticas como eucalipto, albahaca, palosanto, caléndula, sauco, rosamarilla que la comadrona mezclaba en una olla grande con azúcar y la ponía a hervir en el baño en donde la madre aspiraba esas esencias para desentoxicarse. Luego de los sahumerios, la madre se acostaba y, en cierto momento, debajo de una sábana, bebía una tazada de chocolate hirviendo acompañada de queso. Sudaba a mares. Ahora sí, se acabaron las vacaciones.

 

Al día siguiente, se levantaba a hacer la comida para la familia y los jornaleros, a barrer la casa y los patios,  lavar a mano, en una batea, esa ropa de trabajo que no era sino una costra de tierra, plancharla en planchas de carbón y luego de gasolina, cuidar de sus hijos,  gallinas, marranos y demás animales que revoloteaban en los corredores y patios. Le quedaba tiempo para correr a la iglesia, sembrar jardín y hortalizas, surcir, coser y hasta lavar ropa ajena, hacer de comer a maestros y empleados y, en tardes de los martes, muy elegante, ir a cumplir con una visita anunciada.

 

Casi siempre, cuando le preguntaban a una madre si trabajaba respondía con tono de disculpa que No; que ella era una simple ama de casa y que el único que trabajaba y entraba lo necesario al hogar era el marido. Por eso, en medio de tanto quehacer no reconocido,  a ella no le caía mal el descansito de otra dieta.