PERSONAJES TÍPICOS E IDIOSINCRASIA DE LOS PUEBLOS

 

Octavio Hernández Jiménez

 

Tuve la oportunidad de visitar un municipio en donde, después del segundo día,  seguía sin ver aquellas personas que toman el sol en la plaza, cruzan las calles llamando la atención, se detienen en la puerta de cafés o cafeterías, saludan gozosos a los forasteros, visten ropa por lo general oscura y más grandes que el muerto que les han regalado y acomodado en hogares tradicionales del pueblo, pueden tener tics o gestos extraños, repiten comportamientos o murmuran alguna jerigonza inolvidable para los paisanos del citado personaje.  

 

Un ciudadano con el que tertuliaba, en un café del mencionado municipio, se vanagloriaba de que allá no tenían personajes típicos, ni “bobos”, “personas inoportunas”, “tarados mentales”, “de esos que siempre llegan a incomodar a los visitantes, a mirarlos y sonreírles sin motivo, a mendigar una moneda o un pandequeso o a escuchar lo que no es con él”.

 

Me tocó entrar a aclararle que no todos los bobos ni locos, ni mudos, ni aquellos seres que cargan con alguna enfermedad mental o una deformidad son personajes típicos.

 

Para mí, un personaje típico tiene una identidad que logra calar en el imaginario popular por algún rasgo sobresaliente o que causa impacto, repetitivo y que se da a la vista de los paisanos. Su modo de ser se vuelve parte del paisaje humano. Esos seres se hacen intransferibles pues, con  la forma de llevar la vida y de acomodarse a las circunstancias, insinúan ciertas características que no se dan, del mismo modo,  en los conglomerados del contorno.

 

Se respetan, se estiman y se defienden. Muchos de ellos desempeñan oficios humildes, útiles y tradicionales como cargar mercados, hacer mandados,   anunciar la prensa o la función del circo. La gente protege a esos seres diferentes y desvalidos que  bosquejan obsesiones curiosas sin que cuente con la forma de amoldarlas al común de los demás mortales.

 

Con ellos, los habitantes de ese pueblo comparten lo que han sido como comunidad. Los personajes típicos hacen parte de aquellas facetas culturales que identifican a un conglomerado humano y bajo el aspecto religioso ayudan a los creyentes a ejercitar las obras de misericordia que practicaron los mayores. Respetuosamente, hacen parte del patrimonio cultural de cada pueblo.

 

La gente corriente, apegada a ese terruño, les brinda alimento o con qué comprarlo, se acuerda de ellos para pasarles ropa buena pero que han dejado de usar, posiblemente les han facilitado una piecita de alguna de sus amplias casas para que se acomoden pues, por lo general, no son indelicados, ni cansones ni insoportables. De trecho en trecho, los ponen a estrenar ropa, los afeitan, los motilan y qué elegancia. Llegado el caso, algunos habitantes de ese conglomerado se apresuran a llevarlos al hospital, les consiguen los remedios y se convierten en dolientes el día de su muerte y de su funeral.  

 

A un lado de las infladas y arrogantes personalidades locales, esos humildes seres posan como simples “personajes típicos”. En su mayoría, son apacibles y cordiales, saben a qué horas llega el gobernador, el obispo, el jefe político y aparecen en primera línea de la comitiva de recibimiento. Sin que los fotógrafos los hayan cuadrado, al momento de observar las fotos, ahí están, a un lado de los novios cuando intercambian anillos de matrimonio,  de los elegantes padrinos que cargan el niño en el bautismo, a un lado del bachiller que pronuncia sollozando el discurso de despedida y no pueden faltar, a un lado de los dolientes, cuando al difunto lo van a meter al hueco en el cementerio.

 

No necesitan invitación para nada pero ahí están, en los momentos más solemnes en la historia de la localidad. A veces se vuelven incómodos como cuando, por conocer la vida íntima de cada hombre y mujer de ese pueblo, en el momento menos indicado,  se la recuerdan con señas, ante Raimundo y todo el mundo. Casi nadie se acuerda de ellos para tomarles fotos pero no importa: para toda la eternidad, aparecerán en las que les tomaron a otros.   

 

 

PERSONAJES TÍPICOS DE PENSILVANIA CDS.

 

Octavio Hernández Jiménez

 

En septiembre de 1993, visité a Pensilvania Caldas. El director de la hermosa casa de la cultura, en la esquina del parque, era don José Félix Alarcón. Él me contó que a Pensilvania lo llamaban Ciudad Blanca, Municipio Forestal de Caldas y Ciudad Pino. Con el paso del tiempo, esa casa patrimonial desapareció.

 

En compañía de Bernardo Elías Alarcón, del núcleo educativo, entré al Bar Italia y, viendo a Evelio, el que lavaba los pocillos, me comentó que en ese pueblo estaban al tanto de los personajes típicos y, llegado el caso, recogían dinero para cubrir los gastos de alguna cirugía. Con su perspicacia habitual, me describió, detalle a detalle,  los modos de ser de cada uno de los personajes típicos de Pensilvania.  Evelio, fuera de lavar pocillos, allí, era feliz pelándoles los colmillos a las muchachas y, a muchas de ellas, les incomodaban esas muecas por lo que salían corriendo.

 

CLARITA era una loquita que tenía problema de fijación pues se creía una niña y quería que la trataran como niña. Le daba ataques de histeria cuando alguien le decía que ya estaba vieja.

 

CAMPUZANO: Ayudaba a barrer los depósitos de café y las aceras de zonas de descargue y, con ese escaso dinero, conseguía para llevar el mercado a su casa. (Hasta ahí no tendría alguna peculiaridad destacable).

 

Eso sí: no se le entendía nada de lo que hablaba.

 

   Y anotó don Bernardo Elías que era el referente:

 

- Se nos murió el prototipo de la locura; el personaje más prolífico:

 

¡BELARMINO!

 

- ¿Qué hacía Belarmino?

 

- ¡Qué no hacía Belarmino! Él era el más cachaco de los cachacos. Se hacía lustrar los zapatos tres veces al día. Después de un accidente se convirtió en pintor de brocha gorda pero conservaba la dignidad de su época que fue la época en que se veía más gente elegante en Pensilvania. Pero, sobre todo su prosa. Formaba corrillos cuando hablaba. Todos guardaban silencio. Respeto con él. Un madrazo de Belarmino, por lo elegante y filosófico, no dolía. Un día estaba en Manzanares y le dijeron: - Todo loco de Pensilvania se viene de vacaciones a Manzanares. Y, Belarmino respondió: - Y, ¿por qué será que todos los mendigos de Manzanares se van a pedir limosna a Pensilvania? Murió en el hospital con lujo de detalles.

 

JARE: Así llamaban a Belisario Quintero. Le encantaba que le molestaran. Las vacaciones de los estudiantes le hacían sufrir porque el pueblo quedaba solo y no había quien lo sacara de casillas. Anduvo a pie limpio y la mitad del rostro cubierto con una ruana.

 

PEDRO LUIS: Un hombre al que siempre lo acompañó un berrinche aterrador. Tal vez tenía un problema urinario. Era un radio andante. Hablaba todo el día, acompañado o solo. A todo el que lo quería lo consideraba “pariente”. Era de La Esmeralda, cerca de Samaná. Pedro Luis tuvo la obsesión de que se ganó una lotería pero se la robaron. Lo embolataban dándole recibos viejos y él se ponía feliz hasta que caía nuevamente en su alegato de siempre. Tuvo una perra que bautizó “Alba-aguamarina”. Prefería que la perrita comiera a que hubiera comida para él. Varias veces le preguntaron por el precio de “Alba-aguamarina” y él le ponía un avalúo astronómico. Si alguien se alarmaba por ese precio, Pedro Luis le explicaba: - Alba-aguamarina es la única que me quiere y el amor no tiene precio (¡!).

 

Si se entra en consideraciones sociológicas, sicológicas e históricas sobre el modo de ser y actuar de los personajes típicos se pueden vislumbrar rasgos de la sociología, sicología e historia de la comunidad que habita ese lugar, en una época determinada.

 

Tal vez por una vida frugal y sin excesos, esas personas, por lo general, tienen larga vida. Varias generaciones crecieron siendo testigos, desde lejos, de las travesuras o manías de los personajes típicos y llegaron a pensar que nunca faltarían en la vida cotidiana de ese conglomerado. De ahí su arraigo. Cada uno de ellos era como una estampa. Se vuelven tan intemporales que en muchas ocasiones es difícil calcularles los años.

 

En Pedro Luis, en Jaré, en Belarmino y demás individuos exclusivos de esa localidad del oriente caldense, se encuentran símbolos más o menos confusos de la idiosincrasia de Pensilvania. Y así en cada pueblo con sus personajes típicos.   En el centro de las ciudades se agota el fenómeno de los personajes típicos. Tal vez sobrevivan en los barrios populares de las ciudades. Eso sí: a falta de ellos, en las ciudades abundan los NN, sin historia, sin quien repare en su existencia; no los identifican, no los cuidan,  ni los adoptan como propios de esa urbe; a veces se oye decir que los llevaron a botar en camiones a la entrada de otras ciudades. Con esos seres despreciados no dialoga la gente, ni les siguen los pasos perdidos en la barahúnda de las multitudes.

 

Como lo dice la etimología Non Nomen, son seres sin nombre, carentes de identidad. Esas personas que amanecen en cualquier andén, tapados con un plástico, no son personajes típicos.

 

En los pueblos tradicionales, llega la noche y los personajes típicos desaparecen. Tiene casi el mismo horario de las gallinas porque tienen dónde ir a dormir. Personaje que duerme en la calle no es de la parroquia.  

 

 

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