¡QUE VIVAN LAS FIESTAS DE LA VIRGEN DEL CARMEN!

 

Octavio Hernández Jiménez

 

La Virgen del Carmen es la patrona de veredas, caseríos y ciudades de Colombia, transportadores, policías, bomberos, marineros y otras profesiones y oficios populares.

 

Las celebraciones las hacen los usuarios, la mayoría de las veces, por propia iniciativa y la arman ellos solitos. Contra viento y marea. En esas oportunidades, “el Pueblo es soberano”.

 

Desde 1927 se han celebrado, sin interrupción, las Fiestas del Carmen, en San José de Caldas, con toda la parafernalia del caso, logrando un puesto de honor en el calendario de las festividades colombianas de carácter religioso.

 

Cuenta la leyenda que esta festividad tuvo su origen en el milagro que la Virgen del Carmen hizo a don Pablo Guevara, un tendero del pueblo al que, desde un café del frente, le lanzaron, por equivocación, un tiro al pecho pero que, como tenía en el bolsillo del saco una papelera en la que cargaba una estampa de la Virgen del Carmen, esta Señora evitó que la bala penetrara en su corazón.

 

La familia del caballero citado, padre luego del sacerdote Gonzalo Guevara adscrito a la diócesis de Armenia, mandó celebrar, en compañía de dos familias, un triduo en señal de agradecimiento a la Virgen del Carmen.

 

Lo que se tomó como un milagro logró tal divulgación que, al año siguiente, los candidatos para celebrar la fiesta eran tantos que el párroco tuvo que organizar, no un triduo, sino un novenario. Y ahí se inició una tradición que, ni la Violencia Política que azotó al país en la década de los cincuentas, y que dividió en dos bandos a los colombianos, la logró acabar.

 

Otros parroquianos refieren que, la Virgen del Carmen evitó que la población del caserío de entonces, sin médico ni hospital, fuera víctima de una epidemia de sarampión. La peste pasó por alto, sin un muerto, a pesar de los estragos en poblaciones vecinas.

 

El templo gótico, en maderas de la región, se construyó “a la Gloria de Dios y honor de Nuestra Señora del Carmen”. La Época de Oro de las Fiestas ocurrió en los períodos en que San José tuvo como párrocos a los sacerdotes Berrío, Loaiza y el apogeo llegó cuando dirigía la parroquia el Pbro. Jesús María Peláez Gómez, entre 1942 y 1960.

 

Hay hermoso documento fotográfico correspondiente a las fiestas Patronales, en San José, en el año de 1945, identificada por "Foto Alpes", dieciocho años después de haberse iniciado. Aparece la vieja casa cural de estilo republicano en bahareque forrado en cemento, con columnas clásicas, parte de la araucaria de la plaza  y la Calle Real empedrada.  Hay profusión de pabellones y la asistencia era masiva.

 

El novenario empieza el 7 de julio de cada año y concluye el 15. A las cinco de la mañana suena la alborada o sea la manifestación exultante de que ha empezado la fiesta. Suena la música de la banda que recorre la Calle Real aún en sombras mientras retumban los voladores por todas las casas y cañadas. El cura sale con su acompañamiento, por la calle, entonando el rosario y los cantos marianos.

 

En ‘la elevación’ de las especies sagradas de la misa de entrada, a las dos de la tarde, cuando la vereda lo exige, o por la noche, no queman voladores sino una culebrilla de tacos. La extienden por la plaza o la Calle de la Ronda. La cabeza de la culebrilla, al final, resuena con contundencia mayor. Es tan fuerte que ha quebrado vidrios y caen telarañas del zarzo, en las casas de bahareque.  

 

Un grupo de veredas vecinas celebra su día que se inicia con ‘el tope’ que consiste en la solemne entrada al pueblo de cada delegación. El primer día corresponde a las veredas de El Contento y los Caimos, el segundo a Buenavista, La Ciénaga, La Patria y últimamente La Libertad y así sucesivamente hasta concluir con El Pueblo, Los Conductores, Comerciantes y la Juventud local.

 

A las dos de la tarde, hasta uno de los extremos del pueblo, generalmente al lado de la ubicación de las veredas que reciben, llega la delegación de las veredas que entregan presididas por la junta, las banderas, la imagen, el sacerdote y la música. Al encontrarse se saludan, entregan la imagen a los que están dispuestos para este oficio, se ubican atrás de la vereda que recibe, el cura canta la salve y se inicia la fiesta con renovados bríos. Suena la música y la pólvora que seguramente es de otro origen.

 

En las fiestas llevadas a cabo en la Época de Oro, las veredas conseguían fondos para donar al templo imágenes, ornamentos, vasos sagrados, dotación para la casa cural y el colegio de las monjas. En varias ocasiones adornaron pabellones con billetes para el acto de entrada y al finalizar el desfile le entregaron su contenido al cura que convertía ese dinero en obras para la parroquia y la feligresía.

 

Las autoridades del corregimiento mandaban blanquear y pintar las fachadas de las casas para aquella temporada, a la espera de un gran número de visitantes del campo y otros pueblos.

 

Los balcones se engalanaban con banderas y macetas pues seguramente llegarían visitantes como Monseñor Baltasar Álvarez Restrepo que se sentía feliz asistiendo a las fiestas patronales, en San José. En la tarde, presenciaba el desfile sentado en una silla, en el atrio, cubierto, muchas veces, con una sombrilla que portaba un acompañante. La pólvora la veía desde la tribuna de la casa de la familia Hernández pues, en 1952, uno de sus miembros, Monseñor Octavio Hernández Londoño, había sido escogido por él como primer canciller de la Diócesis de Pereira.

 

Las tribunas se engalanaban con banderas y en muchas ocasiones los organizadores del día repartían de casa en casa pétalos de flores y papel picado para lanzarles a los que entraban en compañía de la Virgen.

 

Les sobraba dinero para invitar, en su día, las mejores bandas marciales de Manizales, Pereira, Santa Rosa, Cartago, Apía, Anserma y pueblos vecinos. Les cubrían transporte, alimentación, les ofreccían espacio adecuado para reposar y vestir sus deslumbrantes atuendos que exhibían en las distintas paradas. Claro que también tenían que darles su respectiva bonificación monetaria.

 

La fotografía en blanco y negro que tomé, en 1978, (ver enfoques) desde la misma casa en que en 1945 Foto Alpes captó la misma fiesta en un proceso anterior, no tan solemne pero con mayor participación popular, muestra los cambios paulatinos que se han ido presentando en la realización de las fiestas.

 

Entrado el siglo XXI, quedaban escasas veredas con el entusiasmo y los fondos requeridos para invitar bandas marciales, como antaño. Lo hicieron, en estos años, las veredas de El Contento y Los Caimos que, en 2009 invitaron una banda de Viterbo, en 2010, se aparecieron con la banda de Santuario (Rda.) y, en 2011, la Banda Show de Belén de Umbría (Rda.).

 

A través del tiempo, cada grupo ha vestido sus mejores galas para cargar la “imagen chiquita”, los pabellones elaborados con motivos marianos de donde salen las cintas de seda, las banderas, los ramos de flores, las cintas con textos y arreglos alegóricos.

 

Los artesanos se lucen con el arreglo de la imagen de la patrona o con otros objetos que porta la delegación correspondiente en la procesión de entrada o de la noche.

 

En 2010, Rubén Darío Ocampo Villada, maestro en el arte del ‘icopor’, fabricó, en un tamaño de un metro con veinte centímetro de alto y unos cuarenta de ancho, y con admirables detalles y proporciones, una carnicería, una tienda de abarrotes, un almacén surtido de ropa, la bomba de gasolina, el servicio de internet, la venta callejera de jugos y hasta una discoteca, para que un grupo de niños las exhibieran en el recorrido del desfile.

 

Los organizadores estrenaban uniformes completos, ya reducidos a simples camisetas, y los niños de las escuelas de la vereda portan las cintas de pabellones chiquitos que antes se exhibían en un palo alto. De esta forma, los pequeños empiezan a incorporarse a la tradición de sus mayores.

 

En cada comunidad ser alférez u organizador es un honor familiar que se transmite de generación en generación, como también lo es tomar parte activa en los actos rituales de su día. Ser alférez equivalía al mayor honor, anterior al de pertenecer a la Acción Comunal.

 

Entre los alféreces convertidos en auténticos líderes veredales estaban don Hernando Cano, Manuel Salvador Bermúdez, Erasmo Taborda, Francisco Taborda, Carlos Marín, Manuel Valencia, en Morroazul; Pastor Hernández, Jairo Hernández, Bernabé Giraldo, en El Bosque;  don Juan Escudero, Arturo Escudero, Bertulfo Soto, en Pueblo Rico; Marco Jiménez de La Torre; Julio Palacio, Horacio Cano, Carlos González, Rodrigo Montes, en Buenavista;  Arturo Escudero,Bertulfo Soto, en La Estrella; Aníbal Orozco, Benjamín Velásquez, Libardo Martínez, Héctor Grajales, en Tamboral; Pastor Foronda, Jorge Vélez, Ovidio Ríos, José Cardona, en Altomira y El Vaticano; Ancízar Correa, Ignacio Liévano, Hernando Grajales, Aníbal Clavijo, en El Contento y Los Caimos; Salvador Granada, Lisandro Escobar, Roberto Galeano y Leopoldo Salazar en la Quiebra de Santa Bárbara,  Toñito Castaño y Jesús Bedoya, en Guaimaral (antes de conformarse la vereda de Arrayanes). Detrás de ellos iban sus familias en pleno y todos los vecinos.

 

Había un caballero de apellido Valencia que siempre salía con la reducidísima delegación de la Quiebra de Santa Bárbara. Eran cuatro o cinco y este señor que llevaba en alto una banderita. Con su insistencia y persistencia transmitía a los espectadores una lección de compromiso personal.

 

Durante el año se realizan festivales, en la escuela, y fiestas veredales para conseguir fondos. Ha habido campesinos que dedican la cosecha de unos palos de café o de un lotecito, en su finca, para contribuir a darle mayor solemnidad a su fiesta.

 

Los festivales veredales congregan la comunidad alrededor de este proyecto. Rumban las empanadas, chorizos, lazos para atajar carros en la carretera que pasa por ese paraje, cantarillas o rifas extrarrápidas, el remate de alguna pieza de música para bailar con la reina veredal o la matrona del conglomerado, las insignias de cinta que prenden, con alfileres, en el pecho y las cuotas especiales entre los propietarios de predios.

 

En las décadas de los setenta, ochenta y noventa, los sanjoseños emigraron a las ciudades en búsqueda de trabajo. Allí se buscaron y se congregaron como colonias bajo la dirección de personas de gran altruismo que no olvidaban el pueblo que dejaron. Se hicieron famosas, por lo serviciales, las colonias en Manizales, Medellín, Cali, Pereira y Anserma.

 

El sábado de fiestas, correspondiera a la vereda que fuera, había espacio para las colonias. Las autoridades y los alféreces del día los recibían con el mayor entusiasmo. Era un conveniente reencuentro.

 

Llegaban con regalos para la parroquia, para el Hogar del Anciano, para el Colegio o con alguna manifestación de amor a la Patrona como esas placas de mármol y bronce que, con autorización de los párrocos, ubicaron en las naves del templo pero que, no se sabe por qué motivo, ‘alguien’ mandó a arrancar en el año 2010. Y el pueblo tragó entero.

 

Manizales organizó, durante varios años, en el día del ingreso de las Colonias, el Banquete Pro-Obras parroquiales, con la presencia de personajes de talla nacional, gobernantes y reinas del Departamento a los distintos certámenes nacionales. Los resultados económicos fueron escrupulosamente entregados al párroco de turno pero, aún así, tanto desvelo provocó la ojeriza de los politiqueros locales de ocasión. Acabaron con todo, para su satisfacción.

 

El día 16 de julio es la festividad central en la que el cura impone los escapularios a los devotos, en horas de la mañana y, a las dos de la tarde, desde las afueras del pueblo, parte el tradicional Desfile de Banderas, con la asistencia de las veredas que conforman la parroquia enarbolando sus insignias de seda.

 

En las décadas finales del siglo XX y la primera del siglo XXI, varios curas párrocos pretendieron, públicamente, acabar con estas fiestas pero la feligresía se les ha opuesto en forma contundente. El arma ha sido la cantaleta, la burla y el desprecio. El pueblo, en el templo, los escucha sin inmutarse y de ahí sale directo a organizar, con mayores bríos, los preparativos del respectivo día.

 

Cierto párroco acabó, primero, con la misa por los alféreces difuntos a las siete de la mañana, con la asistencia de los alféreces vivos de riguroso luto y ofrendas luctuosas. Luego, otros, suprimieron la procesión de ingreso de las veredas a las dos de la tarde, exponiendo como argumento el sofisma de que la gente no puede interrumpir la jornada de trabajo sabiendo que, en los días de fiestas, religiosas y profanas, en todas las latitudes, la gente hace una pausa en su trajín diario y ninguna autoridad intenta acabar con la programación diurna con el sofisma de que la gente está perdiendo el tiempo. ¡Qué esperanzas! Suponen que si la fiesta no es sino rezos, iría más o la misma gente al templo a rezar la novena, lo que es una equivocación a todas luces.

 

No se han vuelto bacanales pues se celebran en plenos “julios”, mes en que no hay un grano de café, en esta zona, ni hay con qué comprar abono ni con qué pagarles a los trabajadores la necesaria desyerba. Mucho gente aguanta hambre, y más en ‘los julios’.

 

Las familias salen al pueblo, entran a una cafetería a comprar un pintadito con pandequeso y, en la plaza, un paquete de crispetas o de papitas para saborear durante la quema de la pólvora. No hay personas más apacibles y satisfechas que aquellas que suben, trepan y atestan los jeeps willys, a las nueve o diez de la noche, con destino a sus veredas. Se ven y se van felices.

 

No es fácil la organización de un evento como éste. Ni el desfile es, siempre, a paso triunfal. El 7 de julio de 2010, las veredas de El Contento y Los Caimos hacían su ingreso desde la entrada al cementerio pues, por la carretera de la izquierda, se sube de sus fincas. Habían tenido que rogar, en todos los tonos, para que la autoridad eclesiástica los acompañara en este recorrido. A unas cuadras después de iniciarse el desfile se soltó un aguacero de padre y señor mío. El sacerdote se subió a un vehículo y se fue para su residencia. Los campesinos emparamados aguardaron que escampara y luego, solitarios, siguieron la procesión mientras entonaban a voz en cuello los himnos a la Virgen que les enseñaron en la escuela.  

 

Las respectivas fiestas patronales, en otros pueblos, en donde los que mandan exterminaron las manifestaciones populares de calle, son tristes ejemplo de la forma en que terminan las festividades cuando se le arrebatan al pueblo su papel de protagónico.

 

Las fiestas patronales que han logrado superar los escollos aparentemente insalvables han logrado entronizarse, a mucho honor, en el calendario del folclor nacional.

 

Quedan pocas, melancólicamente reducidas a una salve, como las otrora famosas fiestas de San Antonio en Apía que gozaron de enorme acogida por su boato y solemnidad.

 

Todavía se mencionan, fuera de las de San José Caldas, las fiestas patronales de San Pacho en Quibdó y las fiestas de Santa Ana, en la comunidad negra de Guamal (Supía). En este acogedor caserío, la fiesta de la patrona se celebra desde el año 1.800, cuando la esclavista Ana Josefa Moreno de la Cruz, construyó la capilla en pago a una manda contraída por ella con la mamá de la Virgen, abogada de los que carecen de techo y de las señoras con embarazos difíciles. Las fiestas de Santa Ana arrancan con el arreglo de la imagen de vestir, con profusión de flores, en el altar de la capilla, las procesiones, las novenas y, léase bien, doce misas diarias en honor de la santa.

 

Siempre, y en todas partes, las fiestas patronales tienen sus elementos piadosos como las misas, salves, sermones y, ante un altar reluciente, la novena con los gozos (“Sed nuestro amparo amoroso/ madre de Dios del Carmelo”), fuera de la parte profana que no es pecaminosa, como los desfiles con la imagen sagrada y los pabellones simbólicos, la música fiestera de la banda local y los juegos artificiales antes de que las familias regresen alegres a su casas.

 

Estas fiestas no son solo un patrimonio cultural de la comarca que hay que defender a capa y espada. Ayudan a configurar la identidad sanjoseña fomentando auténticos valores en las nuevas generaciones. Quienes las desprecian, están menoscabando mucho más que un volador y un desfile. No tienen en cuenta que pisotean todo lo que subyace en los móviles por los que se guían, los motivos que comparten, la preparación responsable y sin descanso, en medio del sudor y lo que salvaguardan como herencia de sus mayores.

 

Cada noche, después de la novena a la Patrona, en el templo engalanado con telones, chilindingues y luces, se ofrecen, en la plaza, los juegos pirotécnicos en que compiten polvoreros de varios municipios como Santuario, Belén de Umbría, Anserma, Armenia y el infaltable Luis Morales, el glorioso y robusto polvorero del pueblo.

 

Las veredas más entusiastas no clavan, previamente, en la plaza, el castillo de pólvora para que sea admirado por el público que sale de la ceremonia nocturna en el templo. Cuando todo mundo está a la expectativa, aparecen con el castillo en los hombros de los varones del contorno, alegres, al son de la música. La gente grita: ¡Ya vienen con el castillo! ¡Esto va a estar bueno! ¡Se cuajó la fiesta!

 

Tandas de pólvora de luces fantásticas, de voladores de varios tiempos, de buscaniguas, de chillonas, de cohetes con paracaídas y, siempre, para rematar, los castillos con sorpresas visuales, dedicatorias, saludos a los patrocinadores y cascadas de luces doradas para rematar esa fantasía.

 

A veces sorprenden con unos juegos muy ingeniosos como aquellas corridas de toros con personajes de pólvora que van y vienen, se alejan y se acercan, sobre una cuerda extendida de largo a largo de la plaza. En otras ocasiones se trata de micos como de circo que corren por la cuerda haciendo piruetas. La gente ríe y aplaude.

 

Si la vereda recogió bastante dinero o contó con magnífico patrocinio habrá dos o tres castillos; normalmente basta con uno o si la vereda no se movió lo suficiente, no han de sonar algunos voladores. Asunto de honor.

 

Hay ocasiones en que la fiesta concluye con la entrada sorpresiva de la Vaca-loca, un esperpento de madera con cachos de novillo y cola, rodeada de fuego, llevada por un muchacho que se mete debajo de ella para avanzar corriendo y que hace correr despavorida a la multitud por calles y muros. Un físico desahogo de todos los miedos reprimidos.

 

Y, como en toda parte, no ha de faltar un coro de personas vulgares entonando el estribillo final que, por lo ingenioso, merece sitio en los compendios de folclor colombiano: “¡Que viva la Virgen del Carmen¡// ¡Abajo, Satanás, viejo hideputa!”