RIESGOS DEL PAISAJE CULTURAL CAFETERO

 

Octavio Hernández Jiménez

 

Para muchos dirigentes y ciudadanos rasos del llamado Eje Cafetero, la declaratoria del Paisaje Cultural Cafetero (PCC), es la oportunidad más reciente que se nos ofrece para que los campesinos y los pueblos que lo integran, puedan salir de pobres. Tal vez esto fuese cierto si no fuera porque ciertos asuntos se han venido permitiendo en una forma contraria a lo que dictan las normas más lúcidas que se deberían tener en cuenta.

 

Con motivo de los cuatro años de la inscripción del PCC, (25 de junio de 2011), a mediados de junio de 2015, se llevó a cabo, en Calarcá, un simposio con el nombre de “La Cultura en el paisaje y el café en la boca”. Allí, la profesora alemana Urte Duis puso el dedo en la llaga al hablar de paisajes en vía de extinción. Es el caso, se me ocurre, del valle de Cocora en el que al turista le es dado entretenerse con una postal preciosa vista desde un negocio particular, sin alternativas sensuales para observar ni disfrutar de lo que se toma como paisaje en la declaratoria.

 

En el texto de la Unesco que declaró como Patrimonio de la Humanidad a ciertos municipios de Caldas, Quindío, Risaralda y norte del Valle del Cauca, paisaje es más el alma de la gente y la cultura que se asienta en ese paisaje físico. De acuerdo con este punto de vista, habría que entrar a reorganizar a Cocora como lo que busca la Unesco y no solo como un restaurante de trucha, un parqueadero y una vista de potreros, montañas y un cielo incomparablemente azul.

 

Urte Duis también habla, en su investigación, de “pueblos que tienen una oferta comercial para visitantes pero que pierden sus características autóctonas”. Tal vez tuviese, en su mente, el caso de Salento en donde la vida cotidiana de sus habitantes se transformó de tal manera que en vez de continuar con su rutina deliciosa de pueblo cordillerano que es lo que buscan los turistas extranjeros, se convirtió en un mercado persa y las casas, en el siglo XX, habitadas por familias patriarcales que derivaban su sustento del café, ahora las han alquilado para hacer de ese casco urbano un extenso ‘agáchese’, una feria de cachivaches, una montonera de gente que va y viene sin orientación en un área que fue un pueblo con todos los puntos de referencia en funcionamiento: aquí, unas tiendas, allá otras; allí un almacén vea otro allá; por esa bocacalle queda la pesebrera; en esa esquina un café, en la otra un billar; en la cuadra que sube, la farmacia,  en la que baja…

 

La profesora de la Universidad del Quindío también tocó la llaga de los llamados “rur-urbanos” o fincas que ofrecen estadía con las comodidades de la vida de ciudad. “No son las fincas cafeteras de antes; estas tienen piscinas, canchas y eso no hace parte de los valores que tuvo en cuenta la Unesco”.

 

Habla de la ‘folclorización’ o ‘turistización’ de la cultura cafetera. Folclorización equivaldría, en este caso, a la falsificación de lo ancestral. Esas chapoleras que vemos en reinados, en ferias, en afiches, en catálogos, con empaque de modelos y vestidos confeccionados por modistas de ciudad, nada tienen que ver con las mujeres que cogen café, sacando ratos o días a las labores domésticas, picadas de moscos, con un trapo que les cubra el cuello y parte de la cara, curtidas por el sol y las privaciones económicas, sacándole el cuerpo a los envites de los machos que avanzan con ellas, en los tajos de las cafeteras. La Gaviota era una reina de belleza convertida en actriz de telenovela. Muy buena por cierto pero cuya figura estaba alejada de la realidad-real.

 

El sociólogo Gustavo Pinzón, haciendo dúo a la alemana Urte Duis, hablaba de otro problema con que se enfrenta el Paisaje Cultural Cafetero: la falta de relevo generacional a causa de las prohibiciones del trabajo infantil por parte del Estado.

 

Si de alguna cosa me siento honrado y satisfecho es de haber podido, cuando niño, dedicar buena parte del tiempo que quedaba libre, fuera del horario de la escuela primaria, a labores del hogar, en compañía de mis otros hermanos. Aún ahora recordamos esa temporada y nos sentimos felices. No la cambiamos por la de los niños que quiere producir este Gobierno cuando busca convertir la etapa de la niñez colombiana en la época más jarta de la vida, la más inútil, el tiempo más perdido.

 

Nosotros íbamos por la mañana al potrero por las vacas, las conducíamos al ordeño, repartíamos la leche en el vecindario, las regresábamos al potrero, desayunábamos, nos íbamos para la escuela, salíamos a las once, llevábamos el almuerzo a mi papá y trabajadores a la finca, regresábamos a casa, almorzábamos, tornábamos a la escuela, salíamos a las cuatro, íbamos a encerrar los terneros, a traer la leña, comíamos, organizábamos los animales, hacíamos las tareas y a descansar profundamente. Una niñez sinigual que no cambiaríamos jamás por la de nadie.

 

Ahora no hay vacas, ni leña, ni otros animales domésticos, como sueñan ver los turistas, pero hay otras actividades que los niños podrían hacer y no les es permitido legalmente. Los niños de la zona del Paisaje Cultural Cafetero están sometidos a otras tentaciones menos las del trabajo en los predios de su familia. Le cogen pereza al campo por lo que arman viaje para ciudades y otros países, de los que no regresan. Y, entonces, ¿cuál será el futuro del PCC?

 

Óscar Arango, docente de la Universidad Tecnológica, habla de reformular el Plan de Manejo del PCC. Se debe adaptar pues el que hay vigente, divulgado en 2008, no fue confrontado con la realidad.