“SON LAS POBRES LAVANDERAS…”

 

Octavio Hernández Jiménez *

 

En los caseríos ubicados a la vera del Camino de los Pueblos que iba por la Cuchilla de Anserma, llamada, luego, de Belalcázar y últimamente De Todos los Santos, no había agua corriente. Es el camino del occidente colombiano con la mayor carga de sed. Igual que los caminos del Quijote. Con el paso de los años, dotaron de motobombas las casas sobre ese camino o, para llenar las vasijas, tenían que seguir bajando hasta la quebrada. O edificar la casa junto al nacimiento.

 

Por lo anterior, no es de extrañar que, en esos pueblos, determinado día de la semana, las mujeres cogieran la ropa sucia de la casa y de sus habitantes, hicieran un morral o la echaran en costales o sobre las bateas de madera para ir a lavarla, en alguna quebrada que nacía más abajo del pueblo.

 

Las más solventes contrataban mujeres pobres y de confianza para que les lavaran la ropa. En una casa de varias mujeres, al distribuir los oficios domésticos, a la que fumara más o era más independiente o más de malas le tocaba el lavado de la ropa. Entre este grupo, las más de buenas iban para la finca de algún familiar o conocidos. Así se libraban de la cantaleta de la mamá y las garroteras con las otras hermanas.

 

El muchacho de los mandados cargaba el bulto y las mujeres llevaban fiambre, un termo o una jarra con claro de maíz o café frío, jabón de barra y cigarrillos o tabacos para espantar las nubes de moscos. En las cañadas se oía el retumbar de la ropa sobre las piedras. Entre más duro dieran a las prendas mejor lavadas quedaban fuera de que, con tanta bulla, espantaban los duendes. Utilizaban un garrote para despegarle las costras de tierra a la ropa de dril de los que se dedicaban a trabajar con los cultivos. Cantaban, mientras tanto, “Son las pobres lavanderas que lavan del mundo a solas los pecados que en las sombras se extienden por las riberas…”.

 

No fueron pocas las muchachas que aprovechaban esos inocentes viajes para sus cuitas, entre la vegetación, con sus novios y no era extraño que, cualquier día, pariesen un hijo que nadie esperaba.

 

En las noches, las madres se ponían a buscar con qué remendar la ropa desleída por el uso y el abuso de los usuarios o de las lavanderas. Lavar, en las oscuras quebradas, rodeadas de espeso monte, fue una costumbre que pudo durar hasta la década de los sesenta del siglo XX cuando ya habían conectado agua corriente en las casas del casco urbano. Al principio, el agua no fue permanente. Llegaba una hora en la mañana y todos a recogerla en ollas, baldes y tanques de cemento. A la hora se iba y volvía al día siguiente.

 

Mujeres pobres y dignas lavaban la ropa de las más pudientes; si la lavaban en la casa de los ricos, se ganaban la comida de ese día y, de pronto, les regalaban los andrajos que dejaban los hijos de la señora. Las pobres mujeres ganaban lo indispensable para sostener la familia que les había quedado después de la muerte del esposo a causa de la violencia política o de que se hubiera perdido con otra mujer más avispada. Cuando, en San José, hubo internado femenino, en el Colegio de las monjas, muchas señoras, sacando tiempo de sus deberes familiares, hacían el esfuerzo para lavar la ropa de algunas internas y con el producido, que era mínimo, bregaban a sacar la familia adelante. Y lo lograron.

 

Tuvieron vigencia prolongada el jabón azul Rey, el Jabón Jirafa y el Jabón Hada que fabricaban en Manizales. La propaganda por radio anunciaba: “A la hora de la lavada, prefiera jabones Hada”. Luego de los años sesenta del siglo XX, se puso de moda el Jabón Azul-k. Además de esos jabones de color azul, blanco-azul y amarillo, las señoras más cuidadosas utilizaban el jabón de coco, en pequeñas pastas cuadradas, de color blanco, para la ropa más delicada como pañuelos, corbatas y pañoletas de seda o encajes de vestidos. La ropa blanca como las colchas y los manteles de crochet se lavaban con agua en la que desleían el jabón Rey y le echaban unas goticas de vinagre o de límpido. Quedaba reluciente.

 

En el año 2012, dieron el dato según el cual, el 49 por ciento de los hogares colombianos tenía lavadora eléctrica. O sea que ese 49 por ciento utilizaba jabones en polvo y el 51 por ciento restante seguía lavando la ropa de casa en lavaderos de cemento, con una alberca, un tanque o una caneca a un lado. Ah, y con uno de los jabones de barra mencionados.

 

Los jabones de comienzos del siglo XXI no son los mismos de mediados del siglo XX, aunque carguen con el mismo nombre. Todo propietario de una industria tiene que mejorar el producto o fracasa. Los secretos de una industria son innovación, creatividad y oportunidad. Por no seguir esas normas fracasó, como industria próspera, el ‘jabón de tierra’ en manos de unas pobres campesinas llevadas del diablo. El humilde jabón también cuenta con competidores extranjeros.

 

Los jabones actuales (ahora se les llama detergentes), traen suavizadores, desmanchadores y atractivos empaques. ¡Cómo hubieran disfrutado mi abuela, mis tías y mi mamá con los avances modernos en los que al jabón le echan bicarbonato como valor agregado para que las prendas se desmanchen y las manos no se estropeen! El país ha cambiado, en muchos aspectos, para bien.

 

El secado de la ropa se lograba en alambres metálicos que surcaban los patios. El viento hacía gratis lo que ahora hay que pagar cuando la lavadora viene con sistema de secado. En unos lugares no acostumbran planchar la ropa o planchan algunas prendas. En la cultura paisa se planchan todos los trapos que se hayan lavado.

 

Para la planchada, las mujeres de los primeros colonos recurrieron a las botellas de vidrio que llenaban de agua caliente y pasaban despacio sobre la ropa. Luego aparecieron unos bloques de hierro pesado, con manilla alta. Se calentaban sobre otra lámina metálica, en el fogón, y, así, calientes, se pasaban sobre la ropa para planchar. A los años llegaron las planchas de carbón. Eran espacios vacíos, cuadrados, que se llenaban con carbón prendido. El carbón calentaba las paredes de la plancha mientras la señora pasaba y repasaba el aparato sobre la ropa. A veces, olvidaban la plancha en el suelo y quemaba la tabla del piso o, de pronto, toda la casa. Asunto de cuidado.

 

Siguió la plancha de gasolina que, fuera de la lámina metálica que se calentaba, traía un recipiente anexo lleno de gasolina, una auténtica bomba de tiempo, a la que, además del explosivo combustible, se le echaba aire por un pistón. La llama era azul. En muchos casos explotaba la plancha y había personas quemadas o la casa en cenizas. Una vez, ante los gritos de mamá, mi papá agarró la plancha vuelta una bola de fuego y la lanzó al patio, desde el segundo piso. Luego, llegaron las planchas eléctricas que siempre han consumido mucha energía.

 

El cura Peláez, de San José, vendía energía para alimentar dos bombillos y un radio, por vivienda; sabía cuántos bombillos se podían encender en el pueblo de acuerdo con la potencia de la planta parroquial. Nada de hornillas ni planchas eléctricas. Cuando empezaba a fallar la planta que surtía al pueblo de energía se daba cuenta que, por sobrecarga, estaban robando. Se iba de casa en casa requisando a ver si cogía las planchas y las hornillas del robo percibido.

 

Según las señoras, lo más complicado era planchar seda y las camisas de corbata de los señores. En los pueblos abundaban los cachacos que usaban blancas camisas, de manga larga. Para lavarlas, utilizaba un producto llamado “azul” o “azulín” extraído de unas pepitas de tinta azul oscuro que cultivaban en las huertas. Luego, para planchar el cuello y los puños, requerían humedecerlos nuevamente con almidón de yuca que rayaban en casa y ponían a secar al sol, en el patio. Era todo un camello para que no aparecieran las arrugas que estropearía la apariencia del cachaco. Quedaban como obleas tiesas. Ahora sí, mija, páseme las mancornas.

 

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