TIENDAS DE AYER Y DE HOY

 

Octavio Hernández Jiménez

 

La palabra tiene que ver con los toldos en las campañas militares y con los negocios en donde se vende al por menor.

 

En la mayor parte del territorio colombiano, las tiendas son hijas veteranas de las fondas. Las tiendas de antes (atiborradas misceláneas sin autoservicio), cedieron el paso, a supermercados de barrio y, en muchos casos, a reducidos comercios de cositas para el diario.

 

Las tiendas más cotizadas han sido las de esquina ojalá con espacio para las bestias de carga que traen los campesinos cuando llegan por la remesa o con sitio para parquear los vehículos de descargue o de los usuarios.

 

Las tiendas grandes tenían una especie de sala de espera para que la gente conversara mientras le atendían. Ese espacio era la sala de visita de los vecinos. Ahí, mientras los atendían se informaban de cuanta novedad pasaba en los hogares propios o en el vecindario.

 

Ese espacio amplio ya quedó dentro del local, separado del micro-espacio de los clientes por rejas presidiarias para contener a los ladrones y atracadores.

 

En el Viejo Caldas no se utilizan las tiendas, los fines de semana, como en Cundinamarca y Boyacá, para beber cerveza al ritmo monótono de las noticias de radio, sentados detrás de las puertas en bultos de papas. Eso sí, rumba el chisme. Es un consultorio para el encuentro semanal de los amigos.

 

Las tiendas de largo historial, casi siempre, carecen de aviso. Se identifican con el nombre o el apodo del dueño: Tienda de don Pedro, Tienda de don Felipe, Tienda de misiá Haydé o, como en Manzanares en donde me dieron esta lista: Tienda de don Reinaldo, Tienda de los Vélez, Tienda de los Jiménez, Tienda de don Néstor y la Tienda del Cura.  

 

La decoración de las tiendas paisas ha sido muy pobre pues decorar es algo suntuario. De pronto, un cuadro costumbrista, un cuadro ingenuo como los de Alcides Arenas, en San José de Caldas, o, detrás de la puerta una penca de sábila que en el folclor colombiano es petición de buena suerte. Si se observa bien, no son los ricos los que acostumbren poner una mata de sábila detrás de la puerta sino los pobres desesperados.

 

Los mismos productos, en abundancia, decoran el espacio. Fuera de esto, uno que otro cuadro de un santo con su respectivas flores de plástico y su velón o lamparita eléctrica; los almanaques que obsequian las empresas, como el Almanaque Pielroja en el que cada día tenía una hojita distinta, con el santo del día, las fases de la luna y, por detrás, una máxima de entonación reflexiva; los afiches de mujeres semidesnudas que anuncian productos que nada tienen que ver con lo que dejan ver y, el resto de paredes de la tienda, copado con la propaganda gratuita de las empresas que han colocado en esa tienda sus productos. Esas empresas pagan la propaganda en la televisión, en la prensa escrita, en la radio pero jamás pagan a los tenderos por usurpar sus paredes y vidrios, adentro y afuera.

 

Hay tenderos tan ingenuos que piensan que la colorida publicidad de los productos que embadurnan las paredes y ventanas es su mejor decoración cuando es puro desorden, hostigamiento y polución visual.

 

En muchas tiendas de vieja data acostumbran poner letreros con los que pretenden espantar al cliente que llega con malas propuestas:

 

*  Hoy no fío; mañana, sí.

*  El que fiaba salió a cobrar.

*  No le fío ni al patas.

*  Cuando uno está mal todos se aprovechan.

*  Aquí le atendemos bien pero no le fiamos.

*  Aquí no fiamos; enseguida, sí.

*  El fiar es cosa ingrata: se pierde el amigo y la plata.

*  Su amistad me interesa; por eso no le fío.

*  Solo confío en Dios; los demás pagan de contado.

*  Si no piensa comprar, déjeme trabajar.

*  No fío porque pierdo lo mío.

*  Solicite su crédito que con mucho gusto se lo negamos.

 

En las tiendas más tradicionales exhiben un cuadro compuesto de dos escenas: en la de la izquierda aparece un ricachón, gordo, sentado en una silla, haciendo gala de una sonrisa abierta y un tabaco en su mano mientras posa al lado de un mueble rebosante de dinero. Encima un aviso: Yo vendí  de contado. Al lado, un pobre viejo, escuálido y desesperado, se arranca el pelo y maldice, en medio de una quiebra pavorosa representada por los zapatos rotos y de pronto, una rata fugaz que se cruza por un rincón. Encima el aviso: Yo vendí a crédito.

 

Sin embargo, a pesar de las advertencias, las necesidades de muchos parroquianos son tan ineludibles que se arman de arrojo y entran a fiar omitiendo la lectura de los avisos que advierten a los clientes. No miran sino a la cara del dueño. La necesidad tiene cara de perro.

 

En las tiendas modernas, ya con energía eléctrica en vez de una vela o una caperuza, pasaron de hacer las cuentas con lápiz en un cuaderno de escuela o en los cartuchos de papel para empacar frisoles o maíz, a calculadoras que utilizan hasta para sumar dos más dos o registradoras con su timbre arrogante.

 

Las tiendas actuales son auténticas microempresas en las que se lleva estricta contabilidad, minuto a minuto pues, antes, las cuentas iban consignadas, con lápiz, en un cuaderno escolar. Ahora, como antes, con el producido de una tienda se sostenía y se sostiene el hogar del propietario y sus compromisos.

 

Cuando los compradores ven que entran los hijos del dueño o la esposa a sacar dinero o mercancías sin reparar en el hueco que hacen a las finanzas del negocio se dicen para dentro: Se están comiendo la tienda. Y seguro que, en un dos por tres, acabarán con ella.

 

Cuando se pensaba que las tiendas iban a terminar arrasadas por las grandes cadenas de supermercados y centros comerciales, sucedió lo contrario. Los elefantes no pudieron aplastar a las hormiguitas sino que empezaron a codiciar su suerte y a buscar la forma de arrebatarles el producido.

 

Las tiendas de puertas, mostradores y anaqueles de madera cedieron sus espacios a otro tipo de tiendas de barrio, con estantería metálica, neveras, congeladores para el pollo, la leche, el yogur, el kumis, el queso y la margarina, con recarga de celulares, venta de chance y, de un tiempo a esta parte, operan como sucursales bancarias.

 

El dinero  fluía en las tiendas exitosas y en todo el pueblo pues, con él,  el tendero pagaba a los choferes arraigados allí la traída de la mercancía de las ciudades, pagaba empleados locales a los que conocía sus necesidades y de pronto les hacía un avance y el dinero sobrante lo invertía en la educación de sus hijos, en el mejoramiento de la vivienda, la compra de otra casa, de una finca, de un carro que circulaba por el contorno, en la ayuda a obras sociales de primera mano o de personas necesitadas que se acercan los días de mercado a contar sus necesidades y de pronto salían con un préstamo extrarrápido.

 

Pero ha sucedido que las grandes cadenas nacionales y extranjeras han mirado con codicia esos ingresos y haciéndose a esas tiendas pretenden que  el realizo semanal salga como volador sin palo hacia la cuenta multimillonaria de las firmas que están desembarcando a hacer su agosto, todos los días del año, en barrios populares y pueblos.  

 

No solo Pereira y Manizales se están llenando de supermercados pertenecientes a cadenas colombianas y europeas sino pueblos como La Virginia, Belén, Apía, Santa Rosa, Chinchiná, Villamaría, Neira, Anserma, Belalcázar y Viterbo. Ah, y después de este desembarco de piratas, olvídense los vecinos de los ancestrales fiaos.