“TODO ESTÁ CONSUMADO”

 

Sexta palabra de Cristo en la cruz. Texto pronunciado por Octavio Hernández Jiménez, en el templo parroquial de San José de Caldas, el viernes santo, 3 de abril de 2015, a las seis  de la tarde.

 

A través de 2.400 años, muchos pensadores han comparado las figuras históricas, las rutas tomadas, los objetivos, los métodos, los planteamientos, las lecciones y las condenas a muerte de los dos mártires más representativos de la cultura grecocristiana: Sócrates y Cristo.

 

Sócrates es una de las cumbres de la filosofía griega, con Platón y Aristóteles. Se hizo popular por la facilidad de expresión y la propiedad en el racionamiento pero más que todo por la magistral utilización de la ironía. En la ironía se da a entender lo contrario de lo que se dice.

 

 Mientras los atenienses creían que Sócrates era el más sabio, él advertía: “Solo sé que nada sé”. Al final de su vida, planteó en público sus dudas sobre la democracia que gobernaba a Atenas, en esa etapa, y sobre los dioses, por lo que fue juzgado y condenado a beber la cicuta. Cumplió la pena en el año 399 antes de Cristo.

 

Platón, el discípulo más famoso de Sócrates, en el Fedón, narró el desenlace de la muerte de Sócrates, en prisión, rodeado de un grupo de privilegiado discípulos. Bebió la cicuta y se fue encalambrando, de las piernas al pecho, hasta que se extinguió su vida al llegar el calambre al corazón. Mientras avanzaba el proceso de envenenamiento, comentaba con toda tranquilidad, que no olvideran pagar un gallo que él debía al dios de la Medicina y la curación. “Al poco rato tuvo un estremecimiento y cuando uno de los presentes lo descubrió tenía rígida la mirada. Al verlo, Critón le cerró la boca y los ojos. Este fue el final que tuvo nuestro amigo, el mejor hombre de los que entonces conocimos, el más inteligente y el más justo”.

 

Platón fue el evangelista del maestro de la ironía al reconstruir sus diálogos más famosos pues Sócrates, como Cristo, no escribió obra alguna con sus propias manos. Lo escrito por Cristo sobre la arena el viento lo arrasó.

 

Sócrates enseñaba en el ágora o plaza pública de Atenas.  Cristo habitó en las montañas de Galilea, más de tres siglos después del pensador griego y, desde niño, discutía y enseñaba en sinagogas y descampados, casas y en el lago en el que pescaban los que fueron sus primeros seguidores.

 

Sócrates divulgó su teoría según la cual la verdad es la base del raciocinio pero a la vez expuso su doctrina sobre el valor, el deber, la amistad, la templanza, la poesía, la retórica, la belleza y la virtud.

 

Por su parte, Cristo mostró su inclinación por los humildes,  proclamó la salvación humana y  el amor como método para alcanzar la vida eterna, fue tentado por el Diablo, anunció el viaje al Padre, su muerte de cruz y su resurrección.

 

Vislumbró la crueldad de la muerte con tanto terror que, en el Monte de los Olivos, Cristo sudó gotas de sangre. En cambio, cuando Critón, uno de los discípulos de Sócrates, llegó a la cárcel, en la mañana, encontró a su maestro dormido soportando la desgracia inminente, “con dulzura y tranquilidad”.  

 

Sócrates, cuando se dio cuenta de la presencia de Critón, aprovechó para decirle: “Sería poco racional que un hombre a mi edad temiese la muerte”; esto porque la muerte es más temida por los jóvenes que por los viejos. Cristo murió joven de acuerdo con las estadísticas modernas, a sus 33, mientras que Sócrates había alcanzado ya la cúspide de los 70 años.   

 

Hay una similitud. Cuando Cristo vio que sobre Él se abatía la tragedia, dijo: “Aparta de mí este cáliz pero no se haga mi voluntad sino la tuya”. Cuando el discípulo le contó a Sócrates que había llegado temprano a la cárcel para conversar con el maestro pues era posible que al día siguiente tuviese que morir, el filósofo griego le respondió: “Enhorabuena, Critón, puesto que tal es la voluntad de los dioses”.  

 

Los dos hicieron parte de pueblos mediterráneos en los que los sueños y las premoniciones tenían gran importancia. El evangelista Mateo narró que “Su mujer mandó a decirle a Pilatos: No te metas con ese justo pues he padecido mucho hoy en sueños por causa de él” y, en el Calvario, Cristo le dijo al ladrón: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Por su parte, Sócrates contó a su discípulo que, en esa madrugada, tuvo un sueño en el que vio una mujer hermosa, vestida de blanco, que lo llamaba y le decía: “Sócrates: dentro de tres días estarás en la fértil Ftía” (patria de los héroes de la guerra de Troya).

 

Mientras Cristo tuvo palabras amorosas con la madre y su discípulo fiel para después de ese trance, en el preámbulo de la muerte de Sócrates, su discípulo  insistía en la amistad con el maestro por lo que lo instó a huir: “Sócrates, sigue mi consejo: sálvate”. Y en ese diálogo elocuente, el maestro que vivía sus últimas horas, prisionero en la cárcel de Atenas, aconsejó al discípulo que le presentaba la opción de la fuga: “Mi querido Critón: ¿debemos tener tanto aprecio por la opinión de la gente?”, a lo que el discípulo le advirtió que “Es muy necesario no despreciar la opinión del pueblo pues es capaz de ocasionar desde los más pequeños hasta los más grandes males a los que una vez han caído en su desgracia”.

 

¿Por qué no huyeron Cristo, en el Monte de los Olivos, ni Sócrates, de la prisión ateniense? Por ser fieles a sus conciencias. Insistió el filósofo al discípulo: “Aunque la fortuna me sea adversa, no puedo abandonar las máximas de que he hecho siempre profesión. No cederé aunque todo el poder del pueblo se arme contra mí”.

 

De similar entereza hizo gala Cristo cuando, en casa de Caifás, este le preguntó sobre su doctrina: “Yo he hablado públicamente al mundo; siempre enseñé en las sinagogas y en el templo; nada hablé en secreto. Pregunta a los que me han oído qué es lo que yo les he hablado. Si hablé mal, di en qué o si no ¿por qué me hieres?”.

  

Cristo y Sócrates se enfrentaron a muertes injustas y ambos hablaron con los grupos de personas aglomeradas, en el caso de Cristo, al pie de la cruz y con el Padre celestial, mientras Sócrates dialogó con los discípulos que se apresuraron para despedirlo. Los dos contaron con los respectivos traidores que, después de seguirlos para escucharlos, argumentaron contra ellos ante las autoridades.

 

De acuerdo con la estructura de los Diálogos de Platón, Sócrates no habló en parábolas como sí lo hizo Jesucristo, casi cuatrocientos años después. El lenguaje de los cuatro evangelios es un ejercicio literario en que prima la narración y la predicación, las citas bíblicas, la imaginación dosificada y la oratoria sagrada. El lenguaje de Sócrates se basaba en planteamientos, procesos intelectuales y argumentación insoslayable. Intercambiaba opiniones hasta convertirlas en conceptos y convicciones. Mientras Sócrates glorificó la razón, Cristo predicó el sentimiento del amor.

 

El sábado 28 de marzo de 2015, se cumplieron 500 años del nacimiento de Santa Teresa de Ávila, la mística, la reformadora y fundadora de conventos, la escritora, la poeta, la doctora de la Iglesia.  Y ella, en su obra, nos muestra que los enfoques de dos personajes (como Cristo y Sócrates), no son distintos sino complementarios.  “Al contrario de quienes piensan que la religión no es racional, para la santa de Ávila razón y amor parecen sus pies en este camino: mientras avanza con uno, se apoya en el otro. Razón y amor se complementan y crecen en la oración… El amor ilumina la razón y esta conoce el amor que une a Dios…” (Víctor Moreno H.).  

 

A los dos les rodeó un halo de tranquilidad al concluir que sacaron adelante su propuesta y su misión. Para los dos, “Todo está consumado”. Desde cuando empezaron a predicar, divisaron el camino y se prepararon para padecer el horrendo abismo de ingratitud a causa de sus doctrinas.

 

Sócrates estuvo lejos de aparecer como Hijo de Dios, como el que exalta al humilde y al desvalido, como el taumaturgo, como el que perdona los pecados, como el que parte a preparar la Casa del Padre que está distribuida en muchas moradas, como el que resucitó al tercer día.

 

Son dos personajes que siguen alumbrando la humanidad con distintas antorchas. Sócrates habló de filantropía y Cristo insistió en la caridad o amor al prójimo poniendo en medio a Dios Padre. Por distintas rutas, los dos buscaron un hombre nuevo.

 

La muerte, en Cristo es un desenlace sagrado y en Sócrates es un proceso desacralizado, muy parecido a lo que es la muerte en el mundo moderno y postmoderno. Un fin individual y sin trascendencia, en un mundo que se aleja del mensaje cristiano. Un mundo que se incomoda con la imagen de la muerte en las sociedades tradicionales. En la modernidad y en la posmodernidad, la muerte es una batalla perdida, sin horizonte, sin raigambre cultural. Una muerte sin iniciación como enseñó Mircea Eliade, filósofo rumano del siglo XX.

 

En la actualidad no se insiste en el bien vivir ni en el bien morir pues se repite, en forma impávida, que en cualquier momento nos sorprenderá la muerte; se sugiere esperarla sin sobresaltos, como Sócrates o como lo hacían los goliardos en la Edad Media, alrededor de las fogatas, en medio del licor y las danzas de la Muerte, buscando sofocar la peste negra que se abatía sobre Europa.

 

El bautismo y otros sacramentos se han ido convirtiendo en rituales despojados de una iniciación profunda encaminada a afianzar la dimensión religiosa de la vida. Mircea Eliade, fundador de la historia moderna de las religiones, dice que “por la iniciación, el hombre entra en conocimiento de las instituciones de los adultos, de los mitos y tradiciones sagradas de la tribu; los nombres de los dioses e historias de sus obras; entra en contacto con las relaciones místicas entre la tribu y los seres sobrenaturales tal como fueron establecidas en el origen de los tiempos”.  

 

La mayoría de los aquí reunidos desconocemos la importancia que para la humanidad representan, en la historia de la filosofía y en la historia de la religión, Sócrates y Cristo. Sin embargo, sintámonos satisfechos y orgullosos de llegar a ser sus discípulos. Y como seguidores, debemos acelerar la etapa de iniciación respecto a la muerte para que podamos exclamar Todo está consumado, al sentirnos conscientes y satisfechos de una misión encomendada y cumplida.

 

Miremos el panorama y contemplemos el comienzo de nuestra vida, lo que aceptamos seguir en forma consciente; lo que nos ha servido de camino se ha ido convirtiendo en meta.

 

Que en el momento final podamos sentirnos serenos; en paz con Dios, con nosotros mismos y con el resto de criaturas. ¿Mereceremos atravesar el río de la muerte para alcanzar una vida nueva? “La muerte no es un instante, sino un proceso” (Jorge Gaitán Durán). Vivimos. Viviremos.

 

Que la muerte comienza a gestarse desde antes del nacimiento, cuando un ser sensitivo se va formando en el vientre de la madre nos lo dice en forma sencilla y profunda Tomas Transtromer, Premio Nobel de Literatura 2011, cuando escribió en sus Postales Negras: “Un día viene la muerte en mitad de la vida/ a tomarle medidas a la persona./ La visita pasa inadvertida y la vida continúa/ pero el traje se va cosiendo en silencio”. Un día cualquiera, viene la Parca a entregarnos el traje hecho a la medida.

 

Al momento de nuestra muerte, ¿estaremos en capacidad de anunciar a los cuatro vientos que Todo está consumado, de acuerdo con las enseñanzas, principios y doctrinas inculcadas por nuestros mayores y profesadas a través de nuestra vida?

 

Ha sido la falta de una pedagogía sobre la muerte lo que nos ha llevado a considerarla una pesadilla que ronda la vida de la mayoría de creyentes e incrédulos.

 

No nos han entrenado como en la tribu africana de los Pangwe en la que, en la etapa iniciática sobre la muerte, les dan a beber una sustancia nauseabunda y al que vomite lo persiguen al grito de ¡Morirás! Luego, cuenta Gunter Tessmann, llevan a los iniciados a una casa llena de hormigueros mientras les gritan: ¡Vamos a matarte; ahora vas a morir!”. Cuando regresan a la aldea, picados por las hormigas, tienen que comer sin ser vistos porque, es claro, a los iniciados los consideran muertos y los muertos no comen. Ritual de muertes y resurrecciones sonámbulas.

 

Al pasar los años, y coger impulso en este tobogán que es la existencia, empieza uno a escabullirse de la muerte hasta cuando, al ver que es imposible sustraerse de caer en sus garras, se resigna a esperar el día señalado por Dios, el destino, la suerte, las enfermedades, el régimen de vida, la descontrolada ruta del progreso o cualquier otra explicación recóndita. Pero, para los que esperan morir como cristianos, lo que era un sinsentido absoluto, “un naufragio de vaivenes”, con el cambio de actitud, adquiere la plenitud del sentido.

 

Por no haber tenido un curso de iniciación, la muerte nos coge desprevenidos. Nos enseñan que todos los seres vivos mueren y eso no nos importa. Nos advierten que nosotros vamos a morir pero no lo creemos por lo que la muerte sigue siendo un trauma que aqueja solo a los demás. Aceptemos que la muerte de Cristo y las muertes ajenas son un constante aprendizaje para la propia muerte pero, solo “cuando la muerte es inminente, se llena de sentido” (J.G.D.).

 

El proceso de iniciación sobre la muerte puede arrancar con la puesta en práctica del desprendimiento, virtud practicado por Cristo que no tenía ni una piedra para reposar su cabeza y luego por Francisco, “el poverello de Asis” (el pobre de Asís), que vivió entre los siglos XII y XIII.

 

En el siglo XXI, ante la ignorancia de la historia y el desprecio de los valores religiosos, los vendedores de ilusiones y abalorios metieron en la trastienda al santo más querido por las multitudes en la Edad Media, el pobre de Asís, y empezaron a publicitar una obrita de Marie Kondo hasta convertirla en éxito de ventas. Después de un viaje de promoción, contaba la japonesa que, en Estados Unidos, una adolescente le abrió el apartamento atiborrado de cosas. Al ir mostrando una a una, la autora le preguntaba: ¿Esto te produce felicidad? Y comentaba: “Así fue capaz de desprenderse de eso sin inconvenientes”. Varias periodistas explicaron el éxito de su obra: “Es un manifiesto místico sobre el desprendimiento de las cosas que no necesitamos y llega justo a tiempo para liderar un cambio en momentos en que mucha gente parece haber alcanzado un punto de saturación en cuanto al desorden y la acumulación de cosas” (Maloney y Fujikawa).

 

¿Qué cosas se deberían salvar de este desprendimiento? La autora aconseja: “Preserve solo lo que le hable a su corazón. Después hay que lanzarse y desechar todo lo demás”. Aconseja poner los proyectos, la casa, las cosas, los asuntos y el propio pasado, en orden. Y concluye la japonesita: “Así se puede ver con bastante claridad lo que necesita y lo que no necesita en la vida”.

 

Almacenar es un verbo que no debería mortificarnos en la práctica; almacenar complica la vida. Esta es la mejor manera de que se cumpla el plan del poeta colombiano Álvaro Mutis: “Que te coja la muerte/ con todos los sueños intactos”. Que los demás seres y el fin de la existencia no se conviertan en amenazas sino que veamos todo como lo veía San Francisco de Asís: El hermano sol, la hermana luna, el hermano lobo y la hermana Muerte. Si llegásemos a fraternizar con la que suponemos que es nuestra enemiga, en vida podríamos entonar con Jorge Gaitán Durán: “No pudo la muerte vencerme./ Batallé y viví./ El cuerpo infatigable contra el alma…”.

 

El Diccionario de la Real Academia de la Lengua dice que consumar es “llevar a cabo totalmente algo” y “ejecutar o dar cumplimiento a un contrato”. Con sus actos y sus palabras a través de su paso por la tierra, Cristo demostró que era el Enviado. Tuvo un mandato, un destino trazado por su Padre y, en el momento de pronunciar “Todo está consumado”, dio por bien cancelado su contrato salvador. Lo llevó a cabo al pie de la letra y, en todas las ocasiones, con creces y denodado esfuerzo.

 

El contrato por parte nuestra que justificaría ese “Todo está consumado” que oral o mentalmente podrá salir de nuestros labios en la consagración de la muerte, fue sellado entre nosotros y Jesús cuando ingresamos a una iniciación cristiana con desprendimiento absoluto según su doctrina: “Sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos” (Mt.8,22), “Tus pecados te son perdonados” (Mt.9,5), “Si quieres puedes limpiarme” (Mc.1,48), “Tu fe te ha salvado” (Mt. 9, 22), “El reino de Dios se acerca” (Mt. 10,7), “Los que reciben la siembra en tierra buena son los que oyen la palabra de Dios, la reciben y da fruto” (Mc. 4,20), “Este pueblo me hora con los labios pero su corazón está lejos de mí” (Mc. 7,6), “Os digo: Todo cuanto pidiereis con la oración se os dará”(Mc.11, 24). Estas citas hacen parte del acuerdo inicial de todo cristiano y va siendo hora de que reflexionemos si hemos cumplido, con voluntad y sacrificio, con lo acordado.

 

 

Y aquí retoña la esperanza. El poeta colombiano Eduardo Cote Lamus (1928-1964) concluye su poema Silva, con estos versos a modo de oración final: “No se llore la muerte porque la muerte es una compañía;/ ni la vida, sino las que de nosotros nacerán;/ y, a los hombres que vinieren y a nosotros, Dios nos guarde, ahora, y en la hora de nuestro nacimiento. Amén”.

 

 

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