WILLIAM OSPINA: EL POETA ESPERADO

 

Octavio Hernández Jiménez *

 

Hablamos de un cuasipaisano de los caldenses. William Ospina nació en el corregimiento de Padua (Tolima), en 1954, vivió un breve lapso en Manizales, fue universitario y periodista en Cali, bohemio y estudioso en Francia y, ahora, radicado en Bogotá, se manifiesta como una de las voces mejor estructuradas de la poesía colombiana.

 

Lee, traduce, escribe excelentes ensayos como ese que publicó en la revista Gaceta de Colcultura sobre Whitman. Ha dado a conocer, en los últimos tiempos, series de poemas en obras como “Hilo de Arena” (1986), “La luna y el dragón” (1991) y, en el año del quinto centenario de América, puso a disposición de los lectores una prematura “Antología Poética”, además de ganar el I Premio Nacional de Colcultura con “El País del Viento” (1992).

 

SU POESÍA

 

Se ramifica como esos arroyos que buscan cauce y se explayan por la llanura sedienta. En la etapa anterior al premio escribió sobre temas tan diversos como el Cementerio Central de Bogotá en donde reposa Silva, el Cañón del Patía en donde quiso ganarle una partida a la vida, para luego transcribir su visión de Atenas y Roma, fuera de las cartas a Marie Kayser y otra para Frederique Marmier, rastros de palabras sobre su oficio de cartero y encuestador en la temporada de París.

 

Se sintoniza con sus recuerdos, sus ensoñaciones y sueños cernidos  en el tamiz de su exquisita sensibilidad, sin que las alusiones eruditas tengan ese hedor a cosa postiza que casi siempre expelen los textos en los que se hace alarde de asuntos traídos de los cabellos.

 

“… y huyendo por los montes/ veo las llamas indemnes.  Veo el árbol temible/ donde la enferma quiso que excavaran su tumba/. Oigo lejos gemir los camiones nocturnos/ que cruzan rumbo a Caldas. Oigo las torpes bestias/ que devoran el apio, que enferman los sembrados…”.

 

La poesía de William Ospina pertenece a la estirpe de lo siempre viejo y siempre nuevo. Nova et vetera. La recreación historicista, la última, la del Premio de Colcultura 1992, habla de cosas tan bellas como cuando se aproxima al lenguaje desencantado de Gabriela Mistral: “Ven y dale otra vez tu calor a mis labios/ antes que sean ceniza./… Pon tu cabeza en mi pecho, oye cantar mi corazón/ que un día en su quietud matará a las estrellas…” o cuando se le ocurren cosas tan curiosas como creerse hijo bastardo de César Borgia para rematar que “sólo soy este cuerpo que vuelve sin memoria/ y otra vez busca y busca su destino en la tierra”.

 

En un momento crucial de su poesía, William Ospina contempla a Manuela Saenz, “la Libertadora del Libertador”, pobre, monologando en un puerto del Pacífico, en un texto que, como un rayo en el camino de Damasco, encegueció a muchos con su esplendor. Yo salí pregonando el título de este ensayo. Vale la pena deleitarse con este testamento de la nostalgia pura:

 

“…Estoy vieja, lo ve usted, y no sé a dónde fue mi belleza./ A dónde fue mi esplendor, a dónde fue mi victoria./ La plenitud que toqué con mis manos, la maravilla que besé con mis labios./ Recosté mi cabeza en el pecho de aquel que gobernó las tormentas,/ Respiré la saludable envidia de las repúblicas,/ Moví al odio y al amor y a la veneración a miles de seres./ Nadie ha dejado ofrendas más preciosas en las fauces del tiempo…Nadie me reconoce, y ya no quiero que me reconozcan,/ Soy una mujer más, una anciana que vende pescado en la plaza,/ No aquella reina en los salones radiantes, centro de un círculo de reyes de espadas./ Nadie podría reconocerme sino uno,/ Ese que llega cuando estoy sola al atardecer, en el balcón ruinoso/ mirando al mar que se apaga en torbellinos de amaranto y de sangre,/ Ese que me susurra al oído ‘Manuela’ y hace correr la sangre otra vez joven por mis venas…”.

 

CALIDAD POÉTICA

 

Ante todo, la producción de William Ospina tiene ritmo, quintaesencia de la poesía: “Saliendo de la infancia como de un cuarto en sombras/ vimos esas mujeres cantando en los umbrales…”. Pareciera que fueran versos solo compuestos de música. Partituras de palabras no para cantar sino para ser leídas. Poesía que se entona sola. Melodías que se beben con los párpados que son los labios de los ojos.

 

Pero, fuera de la música esa poesía cuenta con el soporte necesario del sentido. Dice cosas distintas a las que, hasta ahora, nombran nuestras voces mayores. Después de Barba Jacob llegó Gaitán Durán, el de la Oda a los Muertos y, más acá, los poetas nacen cuando mueren, ese robusto roble que fue Aurelio Arturo a quien tanto quiere y tanto reconoce William, y esa tupida selva que fue Álvaro Mutis, el que cantó a Maqroll el Gaviero, en poesía, no en la prosa de sus novelas. Con posterioridad, Jaime Jaramillo Escobar (X-504) sacia con la golosina de sus poemas gozosos y decadentes. Entre los anteriores, uno que otro poema de uno que otro poeta.

 

Hasta que, ante mis ojos, apareció W. Ospina y me dije: Este da en el blanco en el que, por años, puse inútilmente la mirada inquieta. Se empezó a escribir un nuevo capítulo en la historia de la poesía colombiana. Como penúltimo capítulo queda, entonces, la generación postnadaísta o la Generación Desencantada de que habló Alvarado Tenorio.

 

A la vasija del ritmo y al contenido que es el sentido, W. Ospina ha sabido dotarlos de una forma externa adecuada. Maneja versos lacónicos como lo hacen, con efectividad, muy pocos: “Te devoraré, dijo la Pantera./ Peor para ti, dijo la Espada”.

 

Y, hablando de espadas, tiene uno de los poemas más cortos de la poesía en español, algo así como una greguería, no en prosa sino de un único verso: “Vieja espada: una implacable paz la está matando”.

 

Pero, su fuerte son las piezas mayores, los textos de alto vuelo en los que uno siente que está ante un monolito. Frente a Notre Dame de Paris, (como otro día lo hiciera Juan Lozano ante la catedral de Colonia), W. Ospina levanta este canto: “Siempre llegué al amor por caminos de engaño./ Antes de verte, indemne, frente a mí, en los declives/ de un verano imborrable, piedra sagrada, fuiste/ un vago sueño de arcos y de luz insinuándose/ por el cielo inventivo de mi infancia…”.

 

Para W. Ospina la versificación es ardua labor artesanal de pulimento. Él pule versos en su laboratorio aunque jamás pueda ensayar a ser poeta, como lo hacen muchos, porque la poesía no se aprende sino que se trasunta.

 

El poeta tolimense no sustituye etapas previas de su peregrinaje iniciado en las laderas del Ruiz sino que edifica sus poemas sobre las piedras sillares de una existencia que gravita, en todos sus textos, como un silencioso péndulo de bronce.

 

LENGUAJE POÉTICO:

 

La abstracción no es un predicado de la imagen sino de la idea y la poesía es, ante todo, juego de imágenes. Su discurso poético señala, con el dedo creador, a personas y parajes identificables, así como Botero, después del período abstraccionista que aquejaba al mundo del arte, le dio por pintar figuras más de carne que de hueso.

 

Es una poesía realista, en su objeto y en sus circunstancias, de sobrio colorido, parca en adjetivos. A través de sus versos ramificados arma andamios sonoros para ir engalanándolos con los sortilegios de una apacible belleza. La mayoría de las veces el poema aparenta haber sido escrito en lenguaje coloquial pero, saben los poetas lo complicado de urdir la difícil sencillez de unos versos o una prosa memorable.

 

Su poesía, como toda poesía basada en el ritmo, parece avanzar en la anécdota pero la música interna del poema hace que el lector sienta que avanza en un carrusel circular. Un constante martilleo en las cadencias, en las pausas, en la puntuación, hace que cada texto de Ospina no sea tan realista como aparenta sino hermético laberinto de señales, sugerencias y símbolos.

 

Sopla un fresco aire en la poesía colombiana de las últimas décadas. Avanza la generación que se hizo presente en el postrer suspiro del siglo XX y asiste a los primeros vagidos del XXI, en apariencia antipoético. William Ospina Buitrago es su profeta aunque, por lo leído hasta ahora, no venga revestido como emisario de desgracias. Conmueve y deslumbra. La armonía y la autenticidad de su producción lo salvarán del olvido.

 

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* Octavio Hernández Jiménez redactó este texto poco después de conocerse la edición de “El País del Viento” de William Ospina, con la que triunfó en la primera convocatoria del Premio Nacional de Literatura del Instituto Colombiano de Cultura (Colcultura), en 1992, siendo director Ramiro Osorio y jurados José Manuel Arango (Col.), María Mercedes Carranza (Col.) y Tomás Segovia (Mex.). Al leer este ensayo, W. Ospina y María Mercedes Carranza, directora de la Casa de Poesía Silva, invitaron a Octavio Hernández J. a disertar sobre el  poeta elegido, en el auditorio de la Casa Silva, en el acto de entrega del premio, en mayo de 1993. Con esta evocación, conmemoramos las bodas de plata del I Premio Nacional de Literatura y al poeta galardonado. 

 

 

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