ÁLVARO MUTIS Y SU ALTER EGO

 

Octavio Hernández Jiménez

 

En mi infancia y adolescencia, no tuve que buscar, por muchos días, los poetas colombianos que más me gustarían por el resto de mi vida. En la biblioteca de mi tío, se almacenaban las revistas Mito, todo un proyecto cultural, en las que aparecían textos de Jorge Gaitán Durán, Eduardo Cote Lamus, Álvaro Mutis, Héctor Rojas Herazo y lúcidos ensayistas de sociología, historia, economía y crítica. De estos autores, me impresionó, por el resto de mi existencia, Álvaro Mutis (1923-2013), cuya poesía escrita, hasta 1973, fue publicada bajo el título Summa de Maqroll el Gaviero.

 

Siendo adolescente, ya había seleccionado los tres poetas nacionales que más se afianzaron en mi sensibilidad: José Asunción Silva, Álvaro Mutis y Jaime Jaramillo Escobar (X-504).    Álvaro Mutis contribuyó, en mi formación, con la Oración de Maqroll “cuyo uso cotidiano recomendamos a nuestros amigos, como antídoto eficaz contra la incredulidad y la dicha inmotivada”.

 

Juzgué la Oración de Maqroll tan original y esplendida que de inmediato la aprendí de memoria. “¡Señor, persigue a los adoradores de la blanda serpiente./ Haz que todos conciban mi cuerpo como una fuente inagotable de tu infamia./ Señor, seca los pozos que hay en mitad del mar donde los peces copulan sin lograr reproducirse./ Lava los patios de los cuarteles y vigila los negros pecados del centinela./ Engendra en los caballos la ira de tus palabras y el dolor de viejas mujeres sin piedad./ Desarticula las muñecas./ Ilumina el dormitorio del payaso, oh Señor…”.

 

A las seis de la mañana del 23 de abril de 2002, y con transmisión directa por Televisión Española, observé cuando Álvaro Mutis recibió el Premio Cervantes 2001, de manos del Rey Juan Carlos de España, en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares.

 

Salí y tomé la ruta de encuentro con mis compañeros de caminada escuchando, con la ayuda de los audífonos, las palabras del Rey de España, en el acto que acababa de terminar:

 

“Mutis es un humanista convencido y siempre está expuesto, como el más esforzado caballero, a romper una lanza por la dignidad y la libertad de los hombres, conquistas siempre frágiles, que es preciso defender frente a la sinrazón, la violencia y la ausencia de valores” (El Tiempo, 24 de abril de 2002, p.2-2).  

 

Mientas subía la ladera, continuaba escuchando la retransmisión del discurso del Rey Juan Carlos:

 

“Maqroll el Gaviero, su genial creación, arrastrado de un sitio al otro del ancho mundo por el ímpetu de su destino, tiene reservado un lugar de privilegio en el imaginario de las generaciones presentes y futuras. Construir un personaje de estas dimensiones, un personaje tan impregnado de su existencia real, sólo está al alcance de unos pocos elegidos. Álvaro Mutis es uno de ellos” (Ibid.).

 

Mutis creó una mitología restringida pero a la vez universal, más extraña pero a la vez tan subyugante como la de su compadre Gabriel García Márquez. Utilizó otras formas para expresar el realismo maravilloso. No eternizó aquellos personajes campesinos que constituyen la saga de nuestro Nobel pero sí logró atraer a los lectores con las aventuras de un personaje que vaga de puerto en puerto, dedicado a los más descabellados oficios. Una mitología que no es de nuestro pueblo pero que un gran público se ha dejado seducir por ella.

 

Entretenido con el personaje del día, recordé, en medio del esplendor matinal de aquel 23 de abril que, hacía más de veinte años, Guillermo Martínez G. publicó un juicio concluyente sobre Maqroll:

 

“Los personajes míticos de Mutis son la antítesis del paradigma heroico, son ordinarios Ulises que han sucumbido en el destierro, marchitos empleados de sórdidas pensiones y prostíbulos, guerreros carcomidos  por los trópicos y alucinados por recientes  derrotas, mujeres solitarias y confundidas en el desamparo de la noche, navegantes sin regreso sacudidos por toda clase de plagas, en fin, seres que subsisten averiados del desastre, irremediablemente  acosados por la repetición monótona de los días y en los que solo sobreviven agónicamente el esplendor de alguna peripecia imaginada y devanada hasta la fantasía” (El Espectador, 27 de agosto de 1978). 

 

Mutis forjó una mitología, en sus poemas en verso y en prosa, que son la alegoría de la existencia, no solo humana sino también de las cosas, expresada, y aquí lo que subyuga a muchos, con el lujo de las imágenes, los cortos o prolongados periodos de la escritura, la prosificación de sus escenarios, y siempre, siempre, los indicios ineludibles de la decadencia humana. No se trata de la mitología folclórica de un pueblo sino un arrume de textos breves puestos a la disposición de lectores aquejados de nostalgia y desconciertos. Todo escrito en páginas que deslumbran por la exuberancia del lenguaje.

 

Me encontré con el pintor Jesús Franco en una tienda del barrio La Francia a donde había ido a comprar periódico y vituallas. Me invitó a su hermosa casa solariega, ubicada, de soslayo, en una calle bordeada de añosos urapanes, sembrados, por allá, en 1952, temporada del primer centenario de Manizales. 

 

En la sala de exhibición privada, colgaban acuarelas de variado tamaño y temática similar: agua quieta o agua que fluye entre piedras y bejucos. Acuarelas que hacían honor a su etimología de agua diluida, con rumor o silencio, colores adormecidos y parajes devorados por la neblina. Los seres humanos, en una que otra acuarela, eran intrusos, con algo del autor; una regia persona, un tanto neurótica o, como dice Mutis, en La Muerte del Estratega, con “un cierto escepticismo sobre la vanidad de las victorias”. 

 

Tocamos el tema de Álvaro Mutis e hicimos un repaso somero de su vida. Mutis habló varios idiomas desde niño; tuvo una cultura libresca, no tan vasta ni profunda como la de Borges pero que le permitía recordar nombres tan poco trajinados como la Grecia de Pericles, Bizancio y el Concilio Ecuménico de Nicea, Felipe II por los gélidos pasillos de El Escorial, el Cardenal de Retz, Valéry Larbaud, Talleyrand, el Paris de Proust... Mutis ganó los premios Príncipe de Asturias y el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, en 1997.  

 

El cubano Alejo Carpentier, en 1978, cuando ganó su Premio Cervantes, en un día como el que nos alumbraba, disertó sobre “Cervantes en el alba de hoy”, con su teoría sobre la contribución de la novela picaresca a nivel de una narración, en primera persona, en vez de la tercera tradicional. El mexicano Carlos Fuentes, en ocasión similar, habló sobre civilización, barbarie, su relación con un nuevo lenguaje y remató diciendo que “inventar un lenguaje es decir todo lo que la historia ha callado”. El argentino Jorge Luis Borges tomó el último capítulo del Quijote, sobre su agonía y muerte, para prodigarse en palabras amorosas haciéndolo querer y buscar más por parte de la concurrencia y sus lectores presentes y futuros.

 

El contraste de los anteriores escritores con el colombiano fue significativo. Álvaro Mutis  dijo uno de los discursos más cortos que se hayan pronunciado en ocasión semejante. Nuestro paisano dio las gracias y, en vez de mencionar a su patria que lo escuchaba orgullosa, prodigó elogios a la monarquía y a sus antepasados españoles:

 

“Hoy España, de manos de su Majestad y por intermedio de Don Miguel de Cervantes Saavedra, reconoce mi obra y me honra con un galardón que no puede ser más precioso para mí y viene a poner orden y armonía en el discurrir tan a menudo ajeno e indescifrable en mi vida. Pienso que mis ancestros gaditanos estarán ahora, donde quiera que Dios los tenga, atónitos y regocijados como lo estoy” (Ibid).

 

No fue un discurso académico como merecía la ocasión sino una anodina parrafada. Mejor hubiera sido que, con su clara voz de exiliado, en México, proveniente de su patria colombiana, a nombre de los millones de migrantes del mundo, proclamara su poema Exilio que arranca con estos quejidos: “Voz del exilio, voz de pozo cegado,/ voz huérfana, gran voz que se levanta/ como hierba furiosa o pezuña de bestia,/ voz sorda del exilio,/ hoy ha brotado como una espesa sangre/ reclamando mansamente su lugar/ en algún sitio del mundo…”.


Maqroll El Gaviero, más que el nombre del protagonista de una obra total, se convirtió en el seudónimo de Álvaro Mutis, el poeta de las tribulaciones y las derrotas que se atrevió a exclamar un día: “Nadie escucha a nadie. Nadie sabe nada de nadie”.